-¿Has venido solo? –pregunta Ivette.
-Bueno, les pregunté a Sansón y a Gómez si querían acompañarme, pero les pareció más interesante quedarse tumbados en el suelo, sangrando.
Aún lleva puesto el vestido de la función de esta noche. Está muy hermosa, y muy pálida. Le tiemblan las manos. Es lógico: ese cuarenta y cinco que me mira directamente a los ojos debe pesar lo suyo.
-¿Sabías que era yo, verdad? –pregunta.
-Sí.
-Entonces, ¿por qué has venido?
-Hoy no echaban nada bueno en la tele por cable. Ya sabes.
-No debiste venir.
-Lo sé. Mi médico ya me advirtió contra las pelirrojas. Pero también me dijo que dejase de beber, así que es difícil tomarse a ese tipo en serio.
-En realidad no soy pelirroja, Bonzo.
-¡Oh! Sí que lo eres, pequeña. Una auténtica pelirroja. Eso se lleva por dentro.
Le falla la voz.
-Esto no tiene por qué acabar así.
-Tienes razón, nena. Casémonos. Vayámonos al monte. Tengamos chiquillos, docenas de ellos. Yo cuidaré del ganado, tú amasarás el pan, y bailaremos juntos en la fiesta de la cosecha. No puedo esperar para contárselo a mamá.
-Eres un cerdo.
-Es mejor así, cielo. Así será todo más fácil.
-¿No quieres saber por qué…?
Es incapaz de terminar la frase.
-No –respondo.
Está llorando. Quizá sea cierto que me quería, después de todo. No es que eso me de esperanzas, pero reconforta.
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