jueves, 29 de abril de 2010

Taller de cuentos



El pasado Martes 27, en la Biblioteca Pública del Estado de Las Palmas de Gran Canaria, tuvo lugar la presentación del libro "Taller de cuentos", un libro que recoge cuarenta cuentos escritos por cuarenta autores diferentes -todos ellos participantes en la primera edición del curso "Factoría de ficciones", impartido por el escritor Alexis Ravelo -, y en el cual tengo el honor de participar con mi cuento "Burro".

Fue un acto emotivo -por tratarse, en muchos casos, de la primera vez que algunos de los asistentes tenían la oportunidad de ver publicada una obra suya en papel impreso - y, afortunadamente, nada solemne.
Los cuentos que componen el libro no tienen, en la mayoría de los casos, mucho que ver entre sí en cuanto a temática y estilo, ni más elemento unificador que estar escritos por personas residentes en Gran Canaria y que aman la Literatura. Por tanto, quien lo lea descubrirá en sus páginas las historias más diversas, los variados modos de contarlas, y, sobre todo, pasión por hacerlo.


"Taller de cuentos, Factoría de Ficciones 1" estará disponible próximamente en todas las bibliotecas del Estado Español.

martes, 13 de abril de 2010

A propósito de Garzón

Hoy, Martes, 13 de abril, se ha celebrado una multitudinaria manifestación en la Universidad Complutense de Madrid en apoyo del juez Baltasar Garzón, contra la admisión a trámite de una de las tres querellas que ahora mismo hay interpuestas contra él: en concreto, la que le acusa de cometer prevaricación en su intento de juzgar los crímenes del franquismo (http://www.elpais.com/articulo/espana/juez/Varela/sentara/Garzon/banquillo/causa/franquismo/elpepuesp/20100407elpepunac_2/Tes).

Se le acusa, entre otras cosas, de tratar de abrir dicho proceso sin tener competencias para ello y habiendo fallecido todos los imputables.

Me sorprende que, desde muchos ámbitos, parece que haya más interés en cuestionar a quienes han interpuesto dicha querella -Manos Limpias, un sindicato de tendencias ultraderechistas; Falange Española de las JONS, asociación cuya ideología no despierta ninguna duda; y Libertad e identidad, otro tanto de lo mismo –que en saber si, efectivamente, Garzón cometió o no ese delito, uno de los más graves que puede cometer un juez en el ejercicio de sus funciones. Al parecer, muchas personas piensan que esas asociaciones, en función de su ideología, no deberían tener derecho a querellarse contra el juez. A mí, esa idea me parece más propia de regímenes fascistas como el que Garzón trata de investigar, que de una sociedad democrática y libre. Por suerte, en este país, nadie está excluido “a prori” del derecho a servirse de los recursos que la ley ofrece, ni siquiera esa panda de (para mí) indeseables. Me da igual si la querella la presentó Jons, la Asociación Satanista de Carabanchel Bajo o los Boy Scouts de la Sierra de Guadarrama. Me interesa saber si un juez vulneró la legalidad a sabiendas, o no, y me da igual quién descubriese la liebre.

Respecto a este caso, tengo mis dudas, cosa lógica dado mi escaso conocimiento de leyes (me asombra, en este sentido, que personas con los mismos conocimientos en la materia que yo, o aún menores, tengan las cosas tan claras).

Por lo que sé, existe una Ley de Amnistía, aprobada por el Parlamento en 1977, que impide investigar los crímenes que hubieran podido perpetrar las personas pertenecientes al aparato franquista antes de aquella fecha. Es una ley perversa, una ley que debería ser derogada, pero que, a día de hoy, sigue vigente, y es la Ley. Según tengo entendido, la defensa de Garzón consiste en presentar dichos crímenes como Crímenes contra la Humanidad, lo que, en base a precedentes como el proceso contra Pinochet o contra los dirigentes de países balcánicos implicados en la guerra de la exYugoslavia, justificaría y autorizaría su intervención. Ignoro si los delitos investigados entran en ese supuesto, y en ese caso qué Ley debe pesar más; imagino que eso es una de las cosas que se dilucidarán en el juicio. Tengo mis ideas sobre eso, pero sería cansino exponerlas aquí; lo que sí puedo decir es que creo que eso es cuestión de interpretaciones, y que, en muchos casos, ni los juristas se ponen de acuerdo. Por tanto, no seré yo quien acuse a Garzón de saltarse la ley a la torera, pero entiendo que eso pueda (y deba) ser objeto de investigación. Lo que sí me parece que tiene ciertos tintes surrealistas es encausar a personas notoriamente fallecidas (Franco, Gral. Mola, etc…). Es decir, por muy mal que a uno le caigan, eso no parece posible según nuestro Código Penal. Que alguien me corrija si me equivoco, pero creo que la responsabilidad penal de cada individuo se termina una vez ha estirado la pata. Cosa que tiene bastante sentido, porque, si no, ¿qué o quién nos impide juzgar a Napoleón, a Julio César, o a los Reyes Católicos, por ejemplo?

Parece evidente que, de querer juzgar a estas personas, esa debe ser tarea de los historiadores, no de los jueces.

A propósito, también cabe apuntar, como dato interesante, que la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo ha admitido a trámite la querella por unanimidad, y que el instructor de la causa, Luciano Varela, es un juez de conocidas tendencias progresistas, y poco sospechoso, por tanto, de afinidad ideológica con los demandantes. Lo digo porque el recurso fácil de llamar “facha” a todo aquél que cuestione las actuaciones de Garzón, es complicado de emplear aquí.

En fin, que ya se verá, pero como ciudadano veo correcto, y aún necesario, que se investigue la labor instructora de Garzón si hay indicios de irregularidades en ella. Defender lo contrario sería como amparar que algunas personas (Garzón) puedan saltarse la ley en función de su ideología, porque nos gusta, y que otras, en función de la suya (Manos limpias, Jons), deban quedar fuera del amparo de la ley. Esa es una idea característica de muchos regímenes llamados fascistas, y por eso me llama la atención que muchas personas que se dicen demócratas y defensoras de la libertad, la enarbolen.

Respecto a las otras dos querellas, y a pesar de mis escasos conocimientos de leyes, me parece que Garzón lo va a tener, si cabe, aún más crudo, y con razón.

Veamos: “Caso Gürtel”: Garzón, en el curso de investigación de tan célebre caso (que, por cierto, afecta al PP, partido político cuya animadversión hacia el juez es de sobra conocida, y principal adversario del partido en el que Garzón militó hace años) decide autorizar grabaciones entre los principales acusados y su abogados, cosa que, por decirlo de un modo prudente, es una burrada. La Ley solo autoriza a efectuar escuchas entre un abogado y su cliente en casos de terrorismo, y este, a pesar de las terroríficas juergas que se corrían los tíos de “Gürtel”, claramente no lo es. Hasta un estudiante de primero de derecho sabe eso, así que, para qué hablar de un juez. A mí, en principio, me parece un caso de prevaricación (esto es, delito consistente en dictar a sabiendas una resolución injusta una autoridad, un juez o un funcionario) de libro.

Luego: Caso “Banco Santander”: Garzón pide un crédito de algunos miles de euros al Santander para el patrocinio de una serie de cursos y conferencias en los Estados Unidos. El propio Juez agradece el préstamo a Emilio Botín, director del Banco Santander, en una carta firmada de su puño y letra. Meses después, desestima una querella contra este señor. No pongo en duda su imparcialidad en ese caso, pero parece evidente, al menos para mí, que debió inhibirse y dejar la decisión en manos de otro juez que no tuviese vinculación alguna con ese banco. Otra cosa que me parece de cajón, te caiga bien o mal el polémico juez.

En resumen, los medios parecen querer simplificar esta historia como un cuento de “buenos y malos”, siendo los buenos los más cercanos a las creencias ideológicas de cada uno, y los malos, los más alejados de ellas. Para mí no es tan sencillo. O quizá sí. Para mí, los buenos son los que hacen lo que deben. Un juez debe aplicar la Ley, no inventarla, ni modificarla, y menos servirse de ella, por muy elevados que sean sus fines. Si hay sospechas fundamentadas de que eso ha sucedido, debe investigarse.

Recurriendo otra vez a las palabras de Graham Greene: “Trato de conocer la verdad, aunque ello comprometa mi ideología”.

En realidad, sí, es sencillo.

martes, 23 de marzo de 2010

Estilo Bonzo (I)

















Debí suponerlo. Siempre que haya problemas y no sepas de dónde te vienen los golpes, pregúntale a la pelirroja.




Exceptuando a Ivette, la pista central del circo está desierta, tan solo iluminada tenuemente por las luces de candilejas. Si ella está aquí, él tampoco debe andar muy lejos. Piso una enoooorme mierda de elefante: otra señal inequívoca de que hoy es mi día de suerte.




Hace frío. Tengo una o quizá dos costillas fracturadas, el labio partido, un ojo inútil, y una herida de arma blanca en el hombro derecho que, afortunadamente, hace un rato dejó de sangrar. Ni el Lanzador de Cuchillos ni el Hombre Forzudo se mostraron demasiado dispuestos a colaborar en mi investigación, así que tuve que insistir. Hasta en las mejores familias se dicen unas palabras más altas que otras y se rompen, ocasionalmente, un par de platos de la vajilla. Lo que no sé es dónde ocultarían las mejores familias los cuerpos sin vida de dos de sus miembros cosidos a balazos, pero eso ya lo pensaré más tarde. Lo primero es lo primero. El grandullón parecía tener cierta tolerancia al plomo, por lo que tuve que aplicarle una dosis cuatro veces mayor de la habitual. Aún así, le dio tiempo de lanzarme un derechazo antes de derrumbarse; por suerte, conseguí parar el golpe con la mandíbula. Lo peor de todo es que ya no me queda más que una bala en el revólver. Lo bueno es que todavía mantengo la nariz intacta, y que aún conservo puesta mi peluca.

Estilo Bonzo (II)

-¿Has venido solo? –pregunta Ivette.



-Bueno, les pregunté a Sansón y a Gómez si querían acompañarme, pero les pareció más interesante quedarse tumbados en el suelo, sangrando.



Aún lleva puesto el vestido de la función de esta noche. Está muy hermosa, y muy pálida. Le tiemblan las manos. Es lógico: ese cuarenta y cinco que me mira directamente a los ojos debe pesar lo suyo.



-¿Sabías que era yo, verdad? –pregunta.



-Sí.



-Entonces, ¿por qué has venido?



-Hoy no echaban nada bueno en la tele por cable. Ya sabes.



-No debiste venir.



-Lo sé. Mi médico ya me advirtió contra las pelirrojas. Pero también me dijo que dejase de beber, así que es difícil tomarse a ese tipo en serio.



-En realidad no soy pelirroja, Bonzo.



-¡Oh! Sí que lo eres, pequeña. Una auténtica pelirroja. Eso se lleva por dentro.



Le falla la voz.



-Esto no tiene por qué acabar así.



-Tienes razón, nena. Casémonos. Vayámonos al monte. Tengamos chiquillos, docenas de ellos. Yo cuidaré del ganado, tú amasarás el pan, y bailaremos juntos en la fiesta de la cosecha. No puedo esperar para contárselo a mamá.



-Eres un cerdo.



-Es mejor así, cielo. Así será todo más fácil.



-¿No quieres saber por qué…?



Es incapaz de terminar la frase.



-No –respondo.



Está llorando. Quizá sea cierto que me quería, después de todo. No es que eso me de esperanzas, pero reconforta.

Estilo Bonzo (III)

Se escucha una voz proveniente de algún punto en las alturas.


-Hola, Bonzo.


La carpa vacía hace resonar la voz de manera que parece venir de todas partes a la vez.


-Hola, Mandrake.


La oscuridad en el patio de butacas es total, podría estar en cualquier sitio. En cualquiera. Lo que tienen los magos es que siempre es difícil saber a ciencia cierta qué van a hacer. Y eso, cuando quieres cargarte a uno, es un verdadero fastidio.


Con el arma con la que sin duda me apunta Mandrake ya son dos tambores repletos contra una bala. Mi única posibilidad es acertar con ese hijo de perra a la primera, y después rezar por que Ivette tenga peor puntería que Moe, el hombre sin extremidades. Necesito tiempo, así que le doy palique. Además, quiero confirmar unas cuantas sospechas. Uno no puede irse para la tumba sin saber ciertas cosas. No es que Mandrake sea un hombre especialmente locuaz, es su ego el que no puede permanecer callado:


-Parece que al final has decidido faltar a tu cita con la existencia. No podías dejarlo estar, ¿verdad, Bonzo? Todos los payasos que he conocido hasta ahora eran unos idiotas suicidas, aburridos y sentimentales, pero tú eres como un maldito dolor de muelas.


-Él no tenía por qué morir, Mandrake. Desde el momento en que le metiste a él en medio, esto se convirtió en un asunto personal para mí.


-¡Era un mono, Bonzo! ¡Un condenado mono! Todos apreciábamos al señor Cheesburger, pero estaba donde no tenía que estar y vio lo que no tenía que ver. En parte, lo sucedido puede considerarse culpa tuya. Le enseñaste demasiadas cosas a ese chimpancé. Yo sé como me miraba antes, y cómo me miró a partir de entonces. De algún modo, habría terminado por delatarme.


Estoy casi seguro de que la voz proviene de mi derecha. Ivette sigue de pie, frente a mí, apuntándome con su revólver. El maquillaje forma surcos negros en sus mejillas. Debo seguir hablando.


-Ya lo hizo, Mandrake. Apuesto a que debajo de la jaula de Bernie, el elefante, de entre todos los tipos de mierda, hay una muy gorda y con aspecto de difunto director de circo.


-¡Ah, sí! El Señor Corsini. El señor Corsini tenía muchas y muy buenas virtudes, pero también un grave defecto: era un hombre ambicioso. Nunca he entendido qué puede llevar a determinadas personas a aferrarse a la creencia de que les pertenece algo que en realidad debería ser mío. Afortunadamente, al final logramos llegar a un punto de entendimiento. Yo entendí que el circo era mío, y él entendió que estaba mejor muerto. Pero, por curiosidad, ¿puedo preguntarte qué te ha llevado a esa deducción, Bonzo?


Necesito asegurarme antes de hacer mi jugada..


-No te escucho bien, Mandrake. Quizá si te acercas un poco pueda escucharte mejor.


-Espera, repetiré la pregunta.

Estilo Bonzo (IV)

Suena un estampido, y una nubecilla de arena se levanta a un metro de mí, a mi izquierda. Ivette ahoga un grito. El disparo ha venido del otro lado. Sigo hablando:


-El Señor Cheesburger estaba muy nervioso el martes pasado. Me cogió de la mano y me llevó hasta la jaula de Bernie. Parecía empeñado en entrar, pero quería que lo hiciese con él. Al Sr. Cheeseburger no le gustaban demasiado los elefantes, y a Bernie, a juzgar por sus embestidas contra los barrotes, tampoco le gustaba el Sr. Cheesburger, así que no me pareció una buena idea. En ese momento pensé que quizá, sencillamente, se le había ido la mano con el bourbon, pero después no fue difícil atar cabos.


-Entonces yo tenía razón, ese mono se habría ido de la lengua. No sabes cómo me alivia escuchar eso. Ahora podré matarte con la conciencia más tranquila.


A través del rabillo de mi ojo derecho percibo algo que se mueve entre las sombras. Las oportunidades son caprichosas, y rara vez visitan dos veces el mismo lugar, así que saco el revólver rápidamente, me giro, y disparo al bulto. Se escucha un sonido de vidrios al caer contra el suelo.

Estilo Bonzo (V)

Por lo que sé de las balas, estas acostumbran a hacerles un agujero a las personas por el que sale sangre, pero no suelen fragmentarlas en mil pedazos. Aún así, tardo unos cuantos segundos en darme cuenta de que le he disparado a un espejo.


Unos zapatos brillantes surgen de la oscuridad.


-¡Ah, la ilusión! Todo en esta vida es ilusión, Bonzo. La vida misma es una fugaz ilusión. Por eso yo he decidido invertir los conceptos, y convertir la ilusión en algo real. Y, créeme, lo único real que conozco en esta vida es el dinero.


-No des un paso más, Mandrake. No fallaré desde aquí.


-¿Sabes? La cartomancia es una actividad enormemente provechosa, Bonzo, y no solo desde el punto de vista lucrativo. También confiere cierta serie de habilidades mentales. Entre ellas, la de contar las cosas de manera rutinaria. Se escucharon cinco disparos ahí fuera. Dos balas para Gómez y tres para el gordo. O quizá fueran una para Gómez y cuatro para Sansón. Me imagino que debió ser difícil acertarle a ese psicópata en un lugar donde no tuviese agujeros. Esas cinco, con la que ha jubilado a mi querido espejo Luis XVI casi auténtico, hacen seis.


Su figura emerge lentamente bajo la luz mortecina.


-Quizá te preguntes –añade- como sé que no has cargado más balas.


Mandrake entra en la pista y hace aparecer un cigarrillo de la nada con su mano izquierda. Luego un mechero. El mío. Otra vez, qué hijo de puta. Desde que le conozco, no hay mechero que me haya durado más de un día. Se enciende el cigarrillo. Yo creo que, para tener en mis manos un revólver vacío y estar más cerca de la otra vida que de ambulatorio más próximo, conservo bastante bien la compostura. Sigo apuntándole, pero no creo que pudiese soltar ninguna fanfarronada sin que me entrase la risa. Estoy más acabado que el sastre de Teresa de Calcuta.

Estilo Bonzo (VI)

Se detiene a unos seis metros de mí.


-Lo prueba el hecho de que a estas alturas pueda estar hablando frente a ti y todavía mantenga la cabeza en su sitio. Ivette, querida, descansa. Ya me ocupo yo.


Ivette baja el revólver y se desploma de rodillas, sollozando. Parece muy afectada. Lo sentiría por ella si no fuera porque dentro de unos momentos voy a estar haciéndole compañía a lo que queda del Señor Corsini bajo el inmenso culo de un elefante asiático.


-Sólo hay una última cosa que quiero saber antes de poner fin a esta desagradable situación, Bonzo. ¿Cómo supiste que yo maté al mono?


-El Sr. Cheeseburger tenía problemas, pero sabía distinguir perfectamente un Valium de un Nolotil, Mandrake. Y, además, nunca se le ocurriría echar mano del frasco sin mi permiso.


-Entiendo.


Amartilla el revólver.


-En fin, querido amigo. La Penitenciaría Estatal de Oklahoma, incluso para un escapista profesional como yo, puede ser un lugar muy complicado del que escabullirse. Pero tú sabes eso mejor que nadie ¿verdad? Creo que aquí nos despedimos.

Estilo Bonzo (VII)

-Me he quedado sin tabaco. –digo.


-¿Cómo?


Es cierto, me he quedado sin tabaco.


Mandrake se ríe. Eso es algo que ocurre muy raras veces


-Me encantas, Bonzo. De toda la escoria que he conocido en este mundo, tú eres la más persistente y la más tozuda. Ni siquiera quieres hacerte a la idea de que estás muerto cuando ya estás muerto. ¿Quieres un cigarro?


-Por favor.


Esta vez Mandrake se saca un paquete de tabaco del bolsillo, y me lo muestra.


-Toma, cógelo tú mismo.


Comienzo a andar muy lentamente mientras él me apunta. Está jugando. Siempre le ha gustado jugar, y a mí también. Juguemos, pues.


Ivette implora a Mandrake:


-Francis, por favor, deja que se marche.


Ambos, Mandrake y yo, miramos sorprendidos a Ivette. Definitivamente, sus palabras, por enternecedoras que sean, no pueden estar más fuera de lugar en un momento como este. Esas no son formas.


-Ah, Ivette, Ivette…- suspira Mandrake –Con las mujeres como tú, uno nunca puede estar seguro de si se trata de una chica buena jugando a ser mala, o de una chica mala jugando a ser buena. Todos sabemos que hay más posibilidades de encontrar una cucaracha que hable francés que de solventar este conflicto con un apretón de manos. Nuestro amigo Bonzo no es de ese tipo de personas. ¿No es así, Bonzo?

Estilo Bonzo (VIII)

Sigo avanzando, muy despacio. Estoy a unos cuatro metros de él.


-Así es, Mandrake.


-Es evidente que, por motivos que soy incapaz de imaginar, la señorita Ivette todavía conserva cierta estima hacia ti. No obstante, desgraciadamente para ella, y afortunadamente para mí, su capacidad de elección está seriamente limitada en este asunto, merced a cierta información sobre su pasado que yo poseo y que, en caso de sucederme cualquier tipo de desafortunado incidente, también estará a disposición de las autoridades federales. Por no hablar de cierta red de negocios dedicada a facilitar determinados servicios ajenos a Ley y el decoro a algunos clientes acaudalados.


Estoy a tres metros.


Ivette se pone en pie, con las piernas temblorosas.


-Francis, no.


-Me temo, amigo mío, que la pequeña Dorothy se dejó más de un asunto espinoso sin resolver cuando salió de Kansas a recorrer el mundo.


Dos metros. Desde aquí, puedo contemplar el interior del cañón de su revolver. Al fondo me parece ver angelitos rubios.


Escucho a Ivette, a mi espalda.


-Todas las cosas que te dije eran ciertas, Bonzo, hasta las que no eran verdad.


Estoy escasamente a un metro de la punta del cañón. No voy a conseguirlo. Antes siquiera de dar un paso más, mi cabeza se habrá convertido en arte abstracto.


-Está todo bien, muñeca. Está todo bien.


Mandrake me lanza un cigarrillo sin dejar de apuntarme. Lo cojo en el aire.


-¿Quieres fuego, Bonzo?


Entra una suave brisa a través de la puerta de la carpa. Me llevo el cigarrillo a los labios. Es una buena noche para morir.


-Por favor –digo.


Vamos allá.

Estilo Bonzo (IX)

Suena un disparo, y salto hacia delante. Caigo sobre Mandrake, le sujeto, trato de arrebatarle el revólver. Lo logro con facilidad. Con demasiada facilidad. Durante un breve instante llego a creer que es otro de sus trucos, pero me doy cuenta de que no se mueve en absoluto. Está muerto. Me miro, me toco. Todo parece estar en el mismo estado deplorable que antes. Sigo vivo.


Entonces me giro y veo a Ivette tras una cortina de humo azulado.


Me incorporo con la agilidad de un mueble de cocina. Ivette deja caer el revólver a sus pies. Me acerco a ella. Está tiritando. Me mira con ojos que son dos condenas. Quizá sería apropiado abrazarla.


-¿Qué vamos a hacer ahora, Bonzo? –pregunta.


-No lo sé, nena –respondo-. ¿Sabes algo de ovejas? ¡No, en la cara no!


¡Auch! Mierda.


Mi nariz.



Kepa Hernando

viernes, 12 de marzo de 2010

Adiós, Maestro

"y (el señorito de la Jara) alzaba el hombro izquierdo, como resignado, o sorprendido, aunque ya se sentía al Azarías rascando los aseladeros o baldeando el tabuco del Gran Duque y arrastrando la herrada por el patio de guijos, y, de este modo, iban transcurriendo las semanas hasta que un buen día, al apuntar la primavera, el Azarías se transformaba, le subía a los labios como una sonrisa tarda, inefable, y, al ponerse el sol, en lugar de contar los tapones de las válvulas, agarraba al búho y salía con él al encinar y el enorme pájaro, inmóvil, erguido sobre su antebrazo, oteaba los alrededores y, conforme oscurecía, levantaba un vuelo blando y silencioso y volvía, al poco rato, con una rata entre las uñas o un pinz´ñon y allí mismo, junto al Azarías, devoraba su presa, mientras él le rascaba entre las orejas, y escuchaba los latidos de la sierra, el ladrido áspero y triste de la zorra en celo o el bramido de los venados del Coto de Santa Ángela, apareándose también, y, de cuando en cuando, le decía,
la zorra anda alta, milana, ¿oyes?,
y el búho le enfocaba sus redondas pupilas amarillas que fosforecían en las tinieblas, enderezaba lentamente las orejas y tornaba a comer y, ahora ya no, pero en tiempos se oía también el fúnebre ulular de los lobos en el piornal las noches de primavera pero desde que llegaron los hombres de la luz e instalaron los postes del tendido eléctrico a lo largo de la ladera, nos e volvieron a oír, y, a cambio, se sentía gritar al cárabo, a pausas periódicas, y el Gran Duque, en tales casos, erguía la enorme cabezota y empinaba las orejas y el Azarías venga de reír sordamente, sin ruido, sólo con las encías, y musitaba con voz empañada,
¿estás cobarde, milana?, mañana salgo a correr el cárabo"

Fragmento del libro primero de "Los Santos Inocentes", Miguel Delibes (1920-2010)

miércoles, 3 de marzo de 2010

Gracias, Willy (II)

Ahí, arreglándolo.

La esencia de la democracia, querido Willy, y donde reside parte de su belleza, es el derecho a discrepar. Incluso a defender lo indefendible, como sin duda estás pudiendo comprobar. Es lo que tienen dos conceptos tan odiosos como los de libertad de expresión y de asociación.

Pero, si no te gustan, si prefieres otra cosa, puedes predicar con el ejemplo. Censúrate a ti mismo. Por ser coherente con tus ideales, digo. En Cuba ya lo habrían hecho por criticar la política gubernamental. Como mínimo. Nadie te lo impide. Es más, muchos te apoyarían con entusiasmo.

El problema de lanzar tus palabras al viento, Willy, es que el viento puede devolvértelas.

Todo esto me lleva a otra reflexión. Me llama la atención que, cuando determinados actores y músicos famosos hacen manifestaciones públicas, se les presta una especial atención, como si sus opiniones sobre lo divino y lo humano tuvieran una relevancia superior a las de otros colectivos. “El mundo de la cultura se pronuncia”, dicen los telediarios. Conozco a varios actores. Salvo honrosas excepciones, no les considero intelectualmente más dotados ni mejor informados que la media. La mayoría no tienen estudios superiores, y muchos no cogerían un periódico ni para envolver el pescado. No digamos ya un periódico considerado “de derechas”, así sea para contrastar información. Y sin embargo, su opinión merece mayor atención que las de asociaciones de juristas, sociólogos, economistas, etc. Los actores son buenos en lo suyo. Es decir, en actuar. De igual modo, los músicos, por lo general, entienden de música. Atribuirles una especial autoridad en otros ámbitos es caer en la idolatría.

Moraleja: dale un altavoz a un necio, y al final acabará por usarlo.

Viva Cuba. A ser posible, libre.

jueves, 25 de febrero de 2010

A propósito de Zapata




Mmmm... Esto... No es por nada, pero, ¿dónde están las pancartas? No las veo por ninguna parte. ¿Y los actores? ¿Los músicos? ¿Dónde estáis, defensores de la Libertad? Lo siento, amigo Zapata, supongo que tuviste la desgracia de abanderar una causa muy poco cool. Y, luego, que tu rostro no da mucho juego en las camisetas. Al lado de las del Che, no hay color.

O, dicho de otro modo: ¿Quién necesita tener ideas, cuando puede tener una ideología?

Hasta la victoria siempre, y eso. Hay que joderse.

viernes, 19 de febrero de 2010

Cuando nosotros

Nosotros. Nosotros en la habitación, desnudos. Rojos, primitivos y refulgentes. Sucios, salvajes y hambrientos. Náufragos en una balsa de paredes naranjas. Ojos que hablan de mundos olvidados, pieles que hablan de batallas perdidas. Un mensaje de reconocimiento mutuo expresado sin palabras. Nos dijimos que contaríamos nuestra historia, y así lo hacemos.

Principios de agosto. He acudido con un amigo a un concierto en la Plaza de Santa Ana, y me encuentro en un estado francamente mejorable. Por motivos que no vienen al caso, la noche anterior apenas pude dormir, pero aun así me he dejado arrastrar hasta aquí. De mí pueden decirse muchas cosas y casi todas con razón, pero, entre ellas, no que sea un tío difícil de convencer para cualquier plan que incluya música y unas cañas. Me cruzo con algunos rostros conocidos, algunos olvidables, otros no. Me echo unas cuantas cervezas y me fumo algún canuto, pero mi ánimo ensombrecido ha terminado por resultarme confortable, y ni todas las drogas del mundo podrían sacarme de esa obstinada tristeza. Es uno de esos días en los que a uno le parece observar el mundo desde el interior de una pecera. No espero nada de esta noche. Cuando el último grupo termina de tocar le anuncio a mi amigo que me voy. Él tampoco derrocha entusiasmo, así que acordamos terminar nuestras cervezas y escabullirnos para aguardar tiempos mejores en nuestros cubiles. Entonces apareces de la nada. Unos ojos verdes, verdes como el Océano Índico, mirándome fijamente a mí, en medio de un mar de personas, bailando como si el mundo entero fuera la pista. Incrédulo, echo un vistazo alrededor para localizar al afortunado destinatario de tu atención, pero no, soy yo, sin duda. Sin ninguna duda. Una mirada turbia, insolente, a bocajarro. Tú.

-Tú –dices, acusándome con el dedo.

-¿Sí? –pregunto.

-Me gustas.

Te miro de arriba abajo sin disimulo.

-Tú a mí también.

Te acercas.

-¿Nos vamos?

Ni lo pienso.

-Claro. ¿A dónde?

-¿A tu casa?

-Vale.

Y nos largamos ante la mirada atónita de mi compadre.

-R., si no vuelvo en dos días avisa a la Policía. Puedes quedarte con mi cerveza.

No creo que mi amigo acierte a responder nada, aunque tampoco espero a comprobarlo. Sonreímos extraño y cómplice mientras esperamos un taxi, apenas pronunciamos palabra. Entramos al vehículo, me juego el hígado a que el taxista nunca olvidará ese día. El coche circula en llamas, cruzando la cuidad como un camión de reparto de hormonas. Llegamos. Subimos las escaleras aferrados de la cintura como intentando aprehender un sueño. Abrimos la puerta y hacemos una visita de tres segundos a la casa, el tiempo que tardan dos cuerpos entrelazados en recorrer el espacio desde la entrada hasta el dormitorio. A media luz nos arrancamos la ropa ceremoniosamente y nos sumergimos el uno en el otro, profesionales en naufragios, y nos conocemos como si ya nos conociéramos.

El primer polvo es implacable. Nos atravesamos, nos exploramos, nos transitamos, nos absorbemos, nos diseccionamos. No hay límites, nos conocemos. Retenemos detalles en medio de la vorágine: los dibujos de nuestra piel, los apéndices vulnerados, la llamada detrás de los ojos, las cicatrices físicas y las líneas de sacrificio, los pecados arrastrados, las entrañas al descubierto. Todo a la vista es nuestro. Nuestros sexos son nuestros, nos conocemos.

Follamos con ansia homicida entre un silencio de hermanos. No sabemos quienes somos, pero no importa, somos nosotros. Nos conocemos. Todo lo que sucede en el mundo sucede en nosotros ahora. Follamos con plena conciencia, nos pegamos un tremendo polvo kamikaze. Podríamos estar así eternamente, pero queremos ver que hay después.

Nos despegamos al cabo, exhaustos y victoriosos, y nos observamos desde los extremos de la balsa.

Tú.

Tú.

-¿Te apetece un porrito?

Claro que nos apetece, decimos con esa sonrisa temible. Es hora de saber quienes somos, de revelar nuestros nombres.

-Hola, M.

-Hola, K.

Encantados de conocernos, sinceramente.

¿Somos de aquí? En parte sí, en parte no. Hemos quemado muchos calcetines. Indonesia, Portugal, Estados Unidos, Australia, Grecia, Londres, África, Madrid, Panamá, Nicaragua, Numancia… hemos estado en muchos lugares, hemos visto muchas cosas, hemos dilapidado muchos tesoros. Nos conocemos. Tenemos tantas cosas que mostrar, tantas cosas que aprender…

-¿Quieres beber algo?

No es que queramos, es que necesitamos hacerlo so pena de morir consumidos.

Nos miramos con indulgencia: nos conocemos. Realmente es un placer conocernos. No esperábamos esto, no esta noche. Eso lo hace aún más precioso.

¿Qué hora es? ¿Tanto tiempo hemos estado? La noche vuela, pero nosotros más. Follamos de nuevo, esta vez como hermanos que se reencuentran, así. Estamos solos, pero hoy no. Esta vez es territorio conocido, y por eso no hay temor. Tampoco lo hubo antes, en realidad, pero ahora nos manejamos con la seguridad de los reincidentes, gozando de una impunidad manifiesta. Todo a la vista es nuestro, nos conocemos. No hay oquedad a la que nuestras lenguas no puedan acceder ni santuario que no podamos profanar. No hay diferencia, todo es nosotros. Somos de la misma especie, nos mueve el mismo ansia, escapamos de lo mismo. Sabemos lo que otros no saben. También sabemos cómo terminará esto. Somos sanguijuelas retroalimentándose. Nos conocemos.

Amanece. A la luz del día somos paisajes distintos, más agrestes, más malditos. Abrazados, nos quedamos dormidos.

Nos reconocemos de vez en cuando entre medias de los sueños. ¿Quiénes somos? Somos nosotros. Ah. Todo está bien.

Volvemos sobre nuestros pasos.

-¿Ese tatuaje?

Nos lo hizo un maorí en Nueva Zelanda.

-¿Y ese?

Es un casco hoplita, recuerdo de una vida pasada, cuando fuimos héroes.

-¿Y esas cicatrices?

-¿Qué cicatrices?

No volveremos a preguntar.

-Quizá podríamos comer algo.

-Sí, quizá deberíamos.

Dios salve a Telepizza. Un golpe de aire viciado sacude el cabello del repartidor cuando le abrimos la puerta, nuestro olor a polvazo le salta a la cara como una manada de tigres. Su expresión de estupor y de envidia es hilarante. La humanidad está ahí para servirnos, somos sus niños consentidos y ociosos. Devoramos la pieza sobre la cama entre risas y música. Que no pare la música, eso es esencial. Luego un vacío. El sentido común nos dicta que es hora de despedirse, que así, ahora, es como deben terminar estas cosas. Pero nos conocemos.

-¿Otro porrito?

Claro que sí. Pa qué preguntamos. No queremos salir de aquí. Si alguna vez hubo un mundo ahí fuera ya lo comprobaremos más tarde. Ahora solo queremos estar así, estar así siempre. Nuestras manos recorren nuestras espaldas, nuestros labios besan nuestras nalgas, nuestros dedos juguetean entre nuestras piernas, nuestros dientes mordisquean nuestras nucas. Gozamos contemplando lo que es nuestro. Nos recordamos a otras, a otros. Somos lo mismo pero somos especiales, como todos. Somos hermosos, a nuestra manera.

-¿Una ducha?

Para qué, si la cama seguirá rezumando y apestando, pero vale, suena divertido. Además, casi no lo hemos hecho de pie todavía. Jugamos. Nos enjabonamos. Niños grandes jugando a que juegan, pero nuestros ojos cuentan que hemos muerto demasiadas veces.

Ardemos bajo el agua tibia. Nos lavamos y nos ungimos. Regresamos chorreantes y lúbricos a la balsa. Vernos así, recién duchados, nos hace recordar muchas cosas que no pasarán, despertares juntos que nunca sucederán, misterios que no compartiremos, claves que no inventaremos, rituales que jamás se instaurarán. Podría ser, pero no será. Nos conocemos.

Cae la tarde. Ninguno de los dos queremos reconocerlo, pero vamos a por el récord. Lo hacemos de nuevo, ora repasando las maneras que más nos gustaron antes, ora creando otras nuevas. Si los vecinos todavía no han derribado la puerta es que no lo harán nunca. Nos gusta nuestro pene, nos gustan nuestros pechos, nuestros culos nos vuelven locos. Lo hacemos como ha de hacerse.

Otro porro, merecidísimo. Hablamos. Preguntamos. Contamos cosas dolorosas de recordar, aunque ya no tanto, apenas un leve escozor. Lentamente el afecto va desplazando a la lascivia. Somos tan de aquí, y sin embargo tan de ninguna parte... Nuestra casa es el viento, normal que no nos hubiéramos conocido antes. Empiezan a asomar a nuestros labios promesas que no cumpliremos, niños que ahogaremos antes de que nazcan. Lo sabemos, pero es bonito imaginar. El reparto de los papeles comienza a definirse, ya sospechamos a quién le va tocar pagar la ronda esta vez. Pero aún estamos aquí, todavía somos nosotros.

Anochece.

-Quédate a dormir.

Qué carajo, pensamos. Total… Ya haremos cuentas mañana.

Fumamos como nos gusta, como sultanes de un reino otomano, y por suerte hay provisión de cervezas. Los vampiros se reconocen en la noche. La vida debería ser esto. Mejor dicho: la vida es esto. Mañana empezará otra vida.

La noche es eterna, en sueños caminamos juntos como gatos por los tejados.

No obstante amanece, como siempre ocurre. El despertar es diferente.

Es el final de un largo saludo y el principio de una despedida. Despertamos dentro del otro, follamos de nuevo con prematura nostalgia, despacio, demorando el final, pues sabemos. Nos conocemos.

Aún desayunaremos juntos, nos daremos nuestros teléfonos y eso, pero tú ya serás tú y yo seré yo.

Volveré a verte una vez más, aunque no será lo mismo.

Algún día debería devolverte tu Mp3, lo sé. Pero, en fin, ya sabes.

Nos conocemos.

Kepa Hernando

martes, 19 de enero de 2010

La voluntad de Telma



-Mira, ahí viene tu chica -dice Sandra con regocijo.
-Que te den –responde Jose, ahogando un bostezo.
Son las nueve menos cinco de la mañana de un lunes a mitad de julio. Telma, como de costumbre, ya está en la puerta de la autoescuela esperando a que abran, mientras Jose, desde el interior, observa su figura encorvada a través del cristal. Esos cinco minutos antes de comenzar la semana laboral son sagrados para Jose, o al menos lo eran hasta que le asignaron a Telma como alumna. El cigarrito que acostumbra a echarse en la puerta de la autoescuela antes de empezar a trabajar significa para él mucho más que otro de tantos chutes regulares de nicotina. Para él, ese primer cigarro de la semana es como la última voluntad de un hombre ante el pelotón de fusilamiento, como la inyección de EPO que le va a ayudar a subir el Tourmalet hasta la llegada del próximo fin de semana. Podría considerarse casi un derecho desde el punto de vista humanitario. De un modo vagamente supersticioso, intuye que si consigue fumarse ese cigarro tranquilamente, si consigue saborearlo en paz, el resto de la semana será tolerable; podrá con lo que le echen. Pero si no, será el preludio de otra semana de mierda.


Dentro no se puede fumar, así que, por un momento, sopesa la idea de salir fuera y pedirle a Telma que le conceda un par de minutos de silencio y de introspección para fumar a solas. Quizá ella lo entienda y lo respete. Vuelve a observarla desde la ventana. Telma ha sacado de su bolso una de esas cajitas de maquillaje con espejo incorporado y se está agregando más colorete en los pómulos, ya de por sí encarnados como los de un obrero irlandés en día de paga. Pasa un señor a su lado y Telma le dice nosequé. No, definitivamente no es una buena idea. Telma no sabría permanecer en silencio ni aunque el futuro de la humanidad dependiera de ello. Si sale a fumarse el cigarrillo junto a Telma acabará en la cárcel, probablemente, y ella en quirófano para que le extraigan un mechero incrustado en el hipotálamo; así que se resigna como buenamente puede.


-¿Abrimos ya? –pregunta Sandra -Son casi las nueve.
-Que se espere –gruñe Jose mientras hojea el “Marca”.
-Está mirando su reloj.
-Me da igual; que se espere.
A las nueve y dos minutos Jose decide abrir la puerta; de todos modos ya esperan fuera un par de alumnos más.
-¡Buenos días, Jose! ¡Hola, guapísima! –saluda Telma mientras saca de su bolso un recipiente envuelto por una bolsa de plástico.
-Buenos días, señora Caicedo –contesta Sandra con una sonrisa maliciosa en su rostro. Jose no responde al saludo, pero Telma no parece darse cuenta.
-Mira, Jose, te he traído unas albóndigas en salsa que hice ayer. Ya, ya sé que me dijiste que no te trajese más cosas, pero estoy segura de que no has comido nada caliente en todo el fin de semana, seguro que solo latas y porquerías de esas. Que ahora que estás solo y no tienes nadie que te cocine, te vas a quedar en los huesos. Entre eso, y tanto fumar, bla, bla, bla…
Jose profiere un escueto “gracias” mientras Telma sigue parloteando, y coge la bolsa con el tupper.
-Si quieres yo te las guardo –dice Sandra con una sonrisa que muestra todos sus dientes, hasta los molares.
Si se pudiese deletrear la expresión hija de puta mediante una sola mirada, esa sería la que en ese momento Jose dirigió a la secretaria.
-Venga, señora Caicedo –dice -, acabemos de una vez con esto.
-Querrás decir empecemos.
-Eso.
-Y te tengo dicho que me llames Telma, que ya hay confianza. Por cierto –prosigue Telma mientras se dirigen al coche estacionado en el exterior -, qué pena lo del otro día. Estaba segura de que esta vez aprobaría. ¡Ay! Me llevé un disgusto cuando me suspendieron…
-Suele ocurrir cuando uno se come la barrera de acceso al parking del centro de exámenes –apunta Jose con brusquedad.
-Si el examinador me dice que siga de frente, yo sigo de frente.
-Ya. Venga, suba.


-Hoy estás de malas pulgas, ¿eh? Mi difunto marido, que en gloria esté, también era así. El día que se levantaba con el pie cambiado no había quien le dirigiese la palabra. Tenía mucho carácter, mi Andrés. Una vez…
-El cinturón, señora Caicedo.
-Ah, sí. Una vez mi Andrés, que en paz descanse, se enfadó tanto con el señor de la ventanilla de la Seguridad Social que acabó en comisaría. Yo pensé que le iba a dar un síncope allí mismo, porque…
-Punto muerto.
-… se puso rojo como un tomate, y empezó a pegar gritos y voces a todo el mundo. Yo intentaba calmarle y le decía: “Andrés, así no vas a conseguir nada. Andrés, tranquilízate…”
El coche pega un sonoro trompicón.
-Punto muerto, señora Caicedo.
-¡Ay! Sí, Jose, lo siento. Es que hoy me he levantado muy nerviosa, ¿sabes? Me ha llamado mi hija y, ¿sabes lo que me ha dicho?
-Ponga el intermitente e incorpórese despacio cuando no venga nadie.
-Pues me ha dicho que este fin de semana no puede venir a verme, que tiene que hacer cosas. “¿Y qué cosas tienes que hacer?”, le digo. Y me dice…
-Cuidado con el camión, señora Caicedo.
-Sí. Y me dice: “Mira, mamá, yo tengo mi vida. No puedo ir a verte siempre que te apetezca”. Y yo le digo: “Ya lo sé, Maite, ya sé que tienes tu vida. Yo también tengo la mía, ¿sabes?” Y…
-¡Cuidado con el camión! ¡Cuidado! ¡Joder!
-¡Tranquilo! Tranquilo, hijo mío, no te pongas así. Si le había visto venir; tan solo me he asomado un poco para que me viera él también a mí.
-Pero, ¿para qué demonios quería usted que él la viera?
-Para que viera que quería salir.
“Dios”, piensa Jose, “no puedo con esto; de verdad, no puedo”.
-Vamos a ver, señora Caicedo. Hace tiempo que nos conocemos, y espero que me permita hablarle con toda franqueza. Usted no va a aprobar el examen, ni ahora, ni mañana, ni pasado mañana. Es más: no debe aprobar ese examen. Si hay alguien que jamás debería manejar un artefacto mecánico a más de veinte kilómetros por hora, esa es usted. Podríamos estar ocho horas al día, siete días a la semana, y no conseguiría que entendiese la lógica por la que se rige nuestro Código de circulación, y mucho menos el funcionamiento de un automóvil. Por algún motivo que no alcanzo a comprender, la práctica de conducir un coche, y usted, resultan incompatibles.
Telma le miraba con una expresión extraña, y Jose empezó a sentir una molesta opresión en el estómago.
-Ademas –continuó en un tono ligeramente más amable -, ¿para qué necesita usted, a su edad, aprender a conducir? ¿A qué viene tanto empeño?
Telma permaneció unos instantes en silencio; parecía a punto de llorar. A Jose le invadió una sensación de estúpida culpabilidad.
-Mi hija vive en Valencia con mis nietos, ya lo sabes. Yo sé que me quieren mucho, pero casi nunca vienen a verme, y les hecho de menos. Ya estoy un poco mayor, y me siento muy sola a veces. Si supiera conducir podría ir a verles yo a ellos los fines de semana.
-Señora Caicedo…
-Telma, por favor.
-Telma: Valencia está a cuatro horas por autopista a buen ritmo. Cuatro de ida y cuatro de vuelta, por autopista. O sea, coches circulando a toda velocidad por un lado y por el otro. Usted es consciente de eso, ¿verdad?
-Sí, hijo, lo sé. Pero es que además hay otro motivo. Le prometí a mi pobre Andrés, que en paz descanse, que me sacaría el carné de conducir. Eso fue después de su apoplejía, cuando ya no podía valerse. Le dije que me sacaría el carnet, y así podríamos ir los dos al pueblo cuando quisiéramos. Poco después le dio el infarto. ¡Ay, mi pobre Andrés! Doce años hace ya que estoy sin él. ¡El pobre, con lo bueno que era y la paciencia que tenía!
Entonces se saca de nosedonde una foto tamaño carnet del susodicho Andrés, la besa con devoción y suspira. Jose solo acierta a ver a un señor muy delgado, calvo y con gafas negras de pasta.
“Joder, señora, no me haga esto”, piensa Jose.
-Es la única ilusión que me queda, y sé que él se sentiría muy orgulloso de mí.
“¡Bah, mierda, a tomar por culo!”, piensa Jose.
-Está bien, señora Caicedo, vamos a intentarlo otra vez.
La cara de Telma se ilumina como un escaparate en Navidad.
-Gracias, hijo. Eres un buen muchacho. Seguro que tu mujer se lo piensa y vuelve contigo, ya verás. Mira que llevarse a los niños con ella… Estas cosas, en mis tiempos, no pasaban. Mi Andrés y yo, por ejemplo, nunca discutíamos. El siempre decía que…
-Perdone, señora Caicedo –le interrumpió Jose -, pero prefiero no hablar de eso. ¿Le parece si arrancamos?
-Ay, claro, Jose. Es solo que me preocupo por ti. Para mí, ya eres casi como un hijo. ¿A dónde vamos?
-El intermitente, señora Caicedo. Así, muy bien. Pues conozco un parking cerca de aquí que suele estar semivacío. Ahí no hay posibilidad de que nos estampemos de frente con un camión de bomberos, o que arrollemos a ningún niño saliendo del colegio, ni nada de eso.
-Yo, lo que tú me digas.
-Pues venga. A ver, vamos saliendo despacito. Así, muy bien…
-¿A que este fin de semana tampoco has llamado a tu madre?


A las diez y veinte de la mañana, Telma entra por la puerta de la autoescuela completamente azorada.
- ¡Ay, Sandra, qué disgusto! ¡Ay!
-¿Qué ha pasado, señora Caicedo? –pregunta la secretaria -¿Y dónde está Jose? Le he llamado y no me coge el teléfono.
-¡Ay, hija mía, qué disgusto! ¡Ayayay!
-Tranquilícese, siéntese aquí, venga. Cuénteme. ¿Qué ha ocurrido?
-¡Ay, Jose! ¡El pobre, que se lo han llevado preso!
-¿Cómo dice?
-¡Sí, hija! ¡Que lo han detenido! Casi se lía a mamporros con un guardia y se lo han llevado.
-¿Quién, Jose? Pero, ¿y eso por qué? ¿Qué ha pasado?
-¡Ay! Pues nada, que íbamos por una calle en plena hora de entrada de los colegios, y me ha llamado mi hija, y yo me he puesto nerviosa, y me he metido en una entrada de garaje para coger el teléfono, y entonces Jose se ha enfadado y me ha dicho que qué hacía, y entonces yo he colgado el teléfono y he salido marcha atrás, pero con los nervios no me he dado cuenta y he salido en dirección contraria, y casi nos chocamos con un coche que venía de frente, pero yo he frenado y Jose se ha dado un coscorrón contra la cosa esa de dentro del coche, la de delante, el salpicadero, eso, y entonces se ha formado un atasco, porque he intentado dar la vuelta y llamar a mi hija para que no se preocupase, todo a la vez, y el coche se ha quedado cruzado en la calle, no sé cómo, y Jose se ha puesto a pegarse gritos con un señor, y yo pensé que iban a llegar a las manos, pero entonces ha llegado la policía, y uno de los guardias se ha puesto ha hablarle en muy mal tono a Jose –porque, todo hay que decirlo, el tono no era el correcto, no señor -, y le ha pedido la documentación, y Jose se ha puesto hecho una furia, y le ha llamado de todo al guardia, entonces el guardia ha sacado las esposas y se han cogido del cuello, yo pensé que se mataban, y a llegado el otro guardia y han tirado a Jose al suelo, y Jose no paraba de gritar, como si estuviera endemoniado. No sé qué le pasó. Con lo bueno y lo paciente que es, el pobre. Por cierto, bonita, ¿por qué no te llevas las albóndigas a tu casa? Sería una pena que se al final estropeasen.

sábado, 9 de enero de 2010

Kadogo



No me importa lo que digan: cuando matas a tantos, ya no hay perdón. Soy un kadogo, un niño-soldado, y siempre lo seré. Esta es mi historia:



Vivía con mi padre, mi hermana, y la nueva mujer de mi padre, en Bunyakiri, el pueblo en el que nací. Mi padre era comerciante, y yo me dedicaba a cultivar la parcela que teníamos. Algunos días, también iba a la escuela. Una noche llegaron soldados. No vestían de uniforme, sino con ropa deportiva. Eran tutsis, como nosotros. El mayor no tendría más de dieciséis años. Entraron en casa y cogieron cuanto quisieron. Después, nos sacaron afuera y le dijeron a mi padre que, si no les daba cien dólares, se nos llevarían a mí y a mi hermana con ellos. Vumilia, la mujer de mi padre, mintió diciendo que no teníamos ese dinero. Mi padre, por algún motivo, calló. Entonces los soldados se enfadaron mucho. Le dieron una paliza a mi padre y se llevaron a Vumilia otra vez hacia la casa. Después lo incendiaron todo, nos metieron a mí y a mi hermana en un camión, y partimos hacia la selva.



Yo tenía doce años, y era alto para mi edad, pero estaba muy asustado. Pensé que iban a matarme, o que me comerían. También temía por mi hermana Gretchen. Nos llevaron a un campamento cerca de Bukavu, en el sur de Kivu. Toda esa zona estaba controlada por las tropas del CNDP, de Laurent Kabila, el general rebelde que trataba de derrocar a Mobutu. Sin embargo, los soldados que nos secuestraron pertenecían a un pequeño grupo que operaba de manera independiente. Los lideraba una mujer con fama de hechicera. Decían que era hija de un leopardo y de un demonio del bosque, que tenía los ojos azules y la piel blanca como el vientre de una serpiente, y que sus dientes eran una hilera de colmillos. Que teñía su pelo con la sangre de los hombres y con el ciclo de las mujeres, y que su cara, surcada por profundas cicatrices, inspiraba terror. Decían que su presencia marchitaba las cosechas y enloquecía a las bestias, y que podía matar a un hombre con solo desearlo. Karabá, se llamaba. Nos condujeron hasta su tienda. Cuando Karabá me vio, dijo que era un muchacho hermoso, y que sería un gran soldado. También dijo que mi hermana sería una mujer hermosa, y que nos tomaría bajo su protección. Me dio un fusil y me invitó a beber un líquido verdoso que me enardeció. Esa noche me dijeron que tenía que matar a un hombre. No era mucho mayor que yo, en realidad; apenas dos o tres años. Lo hice. Le disparé, y después seguí disparando al aire. Nunca he reído más salvajemente que aquella noche.



A mí me enviaron a luchar, y mi hermana se quedó en la casa de Karabá, en lo profundo de la selva. Karabá vivía junto a un grupo selecto de lugartenientes en una antigua fábrica de cacao, de los tiempos de la ocupación belga, que aún se sostenía en pie.



Todos mis compañeros eran niños, como yo. Había alguno que rozaba la mayoría de edad, pero siempre, más tarde o más temprano, eran llamados de nuevo a presencia de Karabá. Se decía que Karabá les sometía a una prueba, y que, si la afrontaban con éxito, se quedaban a vivir con ella en la vieja fábrica. Si no, se los comía. Lo cierto es que ninguno de mis compañeros volvió a aparecer después de ser llamado por ella.



Durante tres años hice cosas que no quiero recordar. Los malos sueños todavía me asaltan incluso estando despierto.



Combatíamos al Ejército regular y a los mai-mai. Fumábamos marihuana, y esnifábamos cocaína mezclada con pólvora. Cada uno tenía un nombre elegido por él. Estaba First Blood, nuestro sargento, un chico de quince años que coleccionaba los penes amputados de sus víctimas. También estaban Firestorm, Come-almas, y Pequeño León. Yo elegí Hombre de piedra, pues eso hice, convertirme en una piedra. Una piedra que nada podía traspasar. Ni el hambre, ni las balas, ni las enfermedades, ni las emociones. Nada. Así sobreviví.



Robábamos cuanto queríamos. Mis compañeros eran mis hermanos, y Karabá era nuestra madre. Éramos niños mandados por niños, mandados por una bruja, e hicimos cosas terribles. Maté a muchas personas. Una vez le corté los dos brazos a una mujer embarazada, y después me senté a comer con mis hermanos mientras ella gritaba y se desangraba. Al cabo de un rato dejó de gritar y me acerqué a ella. Le toqué la barriga: El niño, o la niña, aún se movía. Adelanté su muerte con un disparo. Otras veces violábamos a las mujeres, y también a los niños que no querían venir con nosotros. Matábamos a los bebés, que no servían para nada.



Un día yo también fui llamado en presencia de la bruja. Por entonces acababa de cumplir los quince años. Mis compañeros y yo lo habíamos estado celebrando, cantando y emborrachándonos. Un chico muy fuerte, de unos diecisiete o dieciocho años, apareció en nuestro campamento. Dijo que se llamaba Bad news, y que había venido a buscarme. Cogí mis cosas y me adentré con él en la selva. Por él supe que en la casa de Karabá vivían siete muchachos de forma permanente, de los cuales él era el mayor. También supe que en la fábrica había un foso con cocodrilos, y que tenían televisión y ordenadores. Su nombre auténtico era Lucien. Le gustaba el fútbol, y decía que, cuando se acabase la guerra, utilizaría el dinero que Karabá guardaba para él probando fortuna como futbolista en Europa. Aseguraba que era muy bueno. No era un muchacho muy listo.



El recinto de la fábrica era muy grande, casi tanto como mi viejo poblado. Delante del edificio central se desperdigaban varias tiendas de campaña, pertenecientes a la guardia personal de Karabá, y ardían unas cuantas hogueras. A ambos lados de ese mismo edificio, y por detrás, discurría el foso, alimentado por un meandro del río. Al anochecer entraban en él los cocodrilos para comer las sobras de comida que los chicos arrojaban por diversión. Se decía que, por las noches, desde la fábrica, llegaban los gritos de los viejos amos blancos que fueron descuartizados por sus esclavos tiempo atrás; sin embargo, a mí me parecía un lugar maravilloso donde vivir. Los chicos fumaban, bebían, y jugaban al billar y a las cartas. Había muchas máquinas viejas en la planta de abajo, y sillones, y un viejo helicóptero desvencijado. En la planta de arriba vivía Karabá. Pregunté por mi hermana Gretchen. Me dijeron que había una chica con ese nombre al servicio de la bruja, que cocinaba y limpiaba para ella, y que apenas salía del piso de arriba. Dos jóvenes soldados me escoltaron hasta la habitación de Karabá. Estaba sentada en un trono de piel humana, y del techo colgaban cráneos humanos. A su lado, de rodillas, estaba mi hermana. No pareció reconocerme; ni siquiera cuando la bruja, que sí se acordaba de mí, me llamó por el nombre de mis padres. Karabá cogió mi cara con sus manos afiladas y dijo que me había convertido en un muchacho aún más hermoso, y que el hecho de que siguiese vivo confirmaba que era un gran soldado. Me preguntó si quería quedarme a vivir en la fábrica, y supe que debía decir que sí. Dijo que esa noche me haría llamar de nuevo, y me despidió. Antes de salir miré de nuevo a mi hermana. Seguía sin dar señales de reconocerme. Cuando bajé, pregunté por Bad News, pero no parecía estar por ningún lado.



Llegó la noche, y fui conducido por tercera vez ante Karabá. Ordenó que nos dejasen solos, únicamente mi hermana permaneció en la estancia con nosotros. Entonces Karabá hizo que Gretchen trajese un cuenco con el mismo líquido verdoso que bebí la primera vez que vi a la bruja. Bebí, y de inmediato sentí que mi alma y mi cuerpo se separaban. Después, Karabá tomó mi cabeza y la hundió entre sus pechos. Esa noche, y muchas más en adelante, tuve que fornicar con la bruja para salvar la vida. A veces me elegía a mí, y otras veces a alguno de los demás muchachos. Nadie volvió a ver a Lucien. Unos decían que se había ido a Europa para ser futbolista, otros decían que había enfadado a Karabá, y que esta le había echado a los cocodrilos.

Kadogo (II)


Pasaron los meses, y me convertí en el favorito de Karabá. Llegaron otros muchachos nuevos a la casa, y, conforme llegaban, otros desaparecían. Tan solo yo permanecía, y siempre éramos siete. El líquido verde que Karabá me hacía beber, a la vez que me infundía un gran vigor, mantenía nublados mis sentidos y me impedía pensar. Tampoco me era posible comunicarme con Gretchen. Sin embargo, sabía que ella estaba bien, y que no se la obligaba a dormir con los demás chicos. Karabá decía que tenía planes para ella. Aunque sus ojos habían perdido toda alegría, se había convertido en una joven de notable belleza.


Un día llegó otro muchacho nuevo, fuerte y atractivo. Aunque no fui yo el descartado en su lugar, la bruja empezó a requerir mis favores cada vez con menor frecuencia, y supe que mi tiempo se acababa. Decidí intentar escapar. Pero estaba Gretchen. No podía escapar sin ella. Por otra parte, con ese veneno verde en el cuerpo era imposible pensar en la posibilidad de acometer una fuga. Yo era más inteligente que los demás muchachos, y Karabá lo sabía. Por eso, conmigo tomaba precauciones que no tomaba con otros. Aunque Karabá se ausentaba a menudo para hacer la guerra, me estaba prohibido quedarme solo, y, además, la vida de mi hermana le servía como garantía.


Esa noche, Karabá, como si hubiese leído mis pensamientos, me hizo llamar de nuevo y me tendió la copa con el brebaje verde. Lo tomé, pues no podía hacer otra cosa. Sin embargo, esta vez no me hizo ningún efecto. Comprendí al instante, sin mirarla, que mi hermana había cambiado el brebaje por otro inocuo. Así pues, mi hermana no me había olvidado. Fingí que la bebida me producía el mismo efecto que en ocasiones previas, y forniqué con Karabá. Forniqué consciente y desesperadamente, y fue espantoso, más de cuanto podía imaginar. La bruja chillaba, reía, y hablaba con voces extrañas durante el acto.


Cuando la luz de la mañana entró en la habitación, el terror me mantenía aún despierto. La bruja dormía a mi lado, y pensé en intentar acabar con ella, pero no sabía dónde estaba Gretchen. Entonces, sonaron disparos provenientes del exterior. La bruja se incorporó y, tranquilamente, se vistió con su túnica y cogió dos fusiles de asalto y varios cartuchos de munición. Se acercó a mí y me tendió otra copa con el mismo líquido verde de siempre. Mientras, los disparos arreciaban, y explotaban granadas.

“Ya han llegado. Bebe -me dijo-. Creo que la noche anterior no bebiste lo suficiente”.
No fui valiente, fue el pánico al saberme descubierto lo que me impidió coger la copa.
“Está bien –dijo-, lo tomaré yo”.
Y bebió. Después salió por la puerta con sus armas en las manos. Me vestí apresuradamente y salí de la habitación. Estaba desarmado. Todos estaban asomados a los ventanales o fuera, combatiendo. Karabá, junto al foso, alentaba a sus niños pidiéndoles que matasen por ella. Miré por una grieta en la pared. Nos atacaban los nuestros, los soldados de Kabila. Vi a Gretchen caminando hacia el foso de los cocodrilos, parecía querer saltar. Entonces Karabá se acercó a ella, gritándole que era una niña estúpida, y comprendí que estaba ante mi oportunidad. Corrí entre las balas y embestí a la bruja con todas mis fuerzas. Karabá cayó al foso, y los cocodrilos, sin embargo, no enloquecieron; recibieron a la bruja exactamente como se podría esperar de ellos. Entonces, muerta su líder, el ejército de los niños -lo que quedaba de él- depuso las armas.


Se nos dijo que Kabila había entrado en Kinshasha, y que Mobutu había huido. Días después, el Acuerdo de Paz de Luanda puso fin al conflicto. Un organismo de Unicef nos acogió a Gretchen y a mí y nos trasladó a un centro de rehablilitación en Freetown. Allí me enseñaron a superar el odio. La culpa, sin embargo, me perseguirá por siempre.


Sobreviví, y esa es mi condena. Soy un kadogo, un niño-soldado, y siempre lo seré.

(Discurso pronunciado por Hansel Badjoko ante la Asamblea por la Paz y la Reconciliación de la República Democrática del Congo, Septiembre de 2008).



Kepa Hernando