viernes, 12 de junio de 2009

Manual de instrucciones

Precauciones de uso:

Mantener alejado de temperaturas extremas, conservar en ambiente limpio y confortable.
Revisar periódicamente fuentes de alimentación y niveles de energía.
Inspeccionar periódicamente dispositivos externos.

Modo de uso:

Paso 1) Arranque.

Es aconsejable utilizar el modo de arranque manual.
En caso de optar por el menú de arranque automático (por ej: “Hola, cariño, ¿por qué traes esa cara de mala leche?”), los resultados son imprevisibles, pudiendo provocar, involuntariamente, la inestabilidad del sistema. En ese caso, desconecte y reinicie.

Arranque manual:
Abrir la cubierta con precaución, tacto y suma delicadeza. Verificar niveles de energía. Elegir “Modo A prueba de fallos”.

Paso 2) Navegación

En el menú subsiguiente, elegir la opción por defecto (“Hola, cariño, ¿estás bien? Pareces cansado. ¿Quieres que te sirva la cena ya?”). Aplicar protocolo en función de la respuesta del sistema, eligiendo siempre la opción por defecto. Se recomienda mantener la conexión en modo “Silencio” todo el tiempo que sea posible. Para neutralizar los posibles códigos maliciosos que pudieran infiltrarse en el sistema (por ej: “Si es que ni llevar una casa sabes, inútil, pedazo de inútil”), pulsar las teclas Alt+Control. En caso de persistir en su actividad los códigos maliciosos (“¿Quieres dejar de moverte de una puta vez? ¿No ves que estoy intentando ver el partido?”), mantener pulsada la tecla Supr (“Perdona, cariño, lo siento. No volverá a ocurrir.”).

Seguridad:

En caso de aparecer amenazas graves a la estabilidad del sistema (“Te voy a matar, hija de la gran puta”), elegir la función Escape.

En caso de riesgo inminente de colapso (“Ya te tengo, zorra”), apagar funciones vitales básicas. Ayudarse, si es preciso, de algún objeto cortante, punzante, o contundente. Reiniciar.


-¿Se puede saber qué haces, que llevas más de media hora mirando ese manual?
-Nada, cariño. ¿Tienes hambre? ¿Quieres que te ponga ya la cena?

Eutanasia


“Adiós. Si oyes que he sido colocado contra un muro de piedra mexicano y me han fusilado hasta convertirme en harapos, por favor, entiende que yo pienso que esa es una manera muy buena de salir de esta vida. Supera a la ancianidad, a la enfermedad, o a la caída por las escaleras de la bodega. Ah, ser un gringo en México: eso es eutanasia”.


Ambrose Bierce (1842-¿1914?)


Ocurrirá así: Un rostro moreno e inexpresivo, unos ojos como de tiburón; no te dirá adiós, ni siquiera te preguntará por qué, solo hará lo que es debido. Después, quizá el forense, y a lo mejor una llamada de teléfono a familiares y amigos que sí dirán adiós, y sí preguntarán por qué, y cómo. Luego, un féretro en un avión, un entierro escrupuloso, y después de eso, ya sabes, fue un hombre bueno, un amigo querido, etc., y después, de nuevo por qué, y cómo. Aunque, no, no te engañes, después no habrá nada, nada de nada. De todos modos, ya no será asunto tuyo.


¿Por qué? ¿Por Kerouac, por Lowry, por Hemingway, por Bierce? Podría ser, si quisieras otorgarle un sentido, una pátina de nobleza; si quisieras ofrecer un hermoso sacrificio en aras de una tradición arcaica de arena y muerte. Sí, podría ser. Pero también podría ser por tu mujer gritando otro nombre con el rostro contraído, sudando un sudor distinto, mirándote frío, mirándote nunca te quise, mirándote tú lo sabías, fue tu culpa. O podría ser que ya no le necesitamos, hace falta sangre joven, usted ya sabe cómo es esto, encontrará algo, le irá bien. O, a lo mejor, por Susan, por qué te fuiste de ella, qué fue lo que te asustó, miedo a dejar de ser joven, miedo a dejar de amar, a dejar de de ser amado, miedo a qué. O también que lo mejor ya pasó, y que lo mejor tampoco fue muy bueno en realidad, y eso es terrible. O quizá es solo una cierta disposición: quizá tu padre eligió hacerlo con una cuchilla y hacerlo sólo, y tú prefieres cuchillo y que sea otro. O quizá es que no es seguro todavía, habrá que hacer más pruebas, ya le diré cuándo tiene que preocuparse.


Pero eso el por qué, y el por qué es aire, en cambio el ahora es sólido, es seguro, es irrefutable. El ahora es el humo y el sudor que se pegan como miel a tu ropa. Es un letrero que dice “Liquors”, del revés frente al espejo. Es hombres callados, hablando en silencio, y ese gringo, míralo nomás, ahí, mirándonos tan fijo, qué quiere el gringo, no sé, pero si lo quiere capacito que lo encuentra. Es tres días de tequila y de mota, de putas y de moscas y de diarrea, buscando el tópico triste y a la vez el desmentido, y qué fue de ese México de los libros, se lavó la cara, pero igual le apesta el aliento, güey. Es esa canción estúpida que no pega ahora, qué tonto sería morir con ella sonando, qué tonto será. Es que te levantas y vas a la barra, y no rehuyes la mirada que te dice no mames, gringo, vete, déjalo nomás, yo no quiero matar, tú no quieres morir, pero haré lo que es debido. Es esa es mi cerveza, gringo, y qué pasa que no escuchas, me oíste, hijo de la chingada, vete ahorita y vive cagón pero vive nomás. Es los hombres que dejan espacio, estas cosas requieren ceremonia. Es el brillo de un metal. Es denle una a él antes que se orine el yanquicito. Entonces, un destello: Borges, “El Sur”. Sí, así está bien, denme, les dices sin decir, palma hacia arriba y el tiburón que duda, mírenlo el gringo que le salieron pelos en los huevitos, así sí, así da gusto. Hace falta sangre joven, dijo alguien, usted ya sabe.

Eso es el ahora. El después es se fijaron cómo me enfrentó el gringo, pensé por un momento que me mandaba derechito con la Pelona, menos mal que entre todos lo sujetaron, y casi ni aun así. Es se fijaron, el gringo no se iba a echar para atrás, el gringo vino a que lo mataran, si no por qué dijo thank you cuando se agarraba la sangre con las manos.

miércoles, 10 de junio de 2009

El color del cristal

Cuando no te quede nada por perder alégrate: a partir de ahora todo será ganancia.

Cuando no haya nada seguro celébralo: significa que cualquier cosa es posible.

Cuando el pasado te muerda los tobillos como un perro rabioso mira al frente, y asume que cada segundo flagrante es el principio de todo.

Cuando ella te rechace –o él -, está claro, te equivocaste, no era ella –o él -.

Cuando ganes no olvides que otro perdió. Cuando pierdas, bueno: ganaste una derrota.

Cuando te duela fíjate en qué parte, igual ni la conocías.

Cuando llores asómbrate: no hay otro animal que tenga el privilegio de hacerlo.

Cuando tengas enemigos enorgullécete: de algún modo el odio es una forma de estima.

Cuando te estrelles piensa en qué bonito espectáculo darás, visto desde fuera.

Cuando tu mundo se venga abajo puede ser un buen momento para mudarte a otro.

Cuando llegue el final recuerda que sin final no habría cuento.

domingo, 7 de junio de 2009

Improbabilidades

Lo que son los prejuicios

Un turista polaco viaja por el metro de Madrid y ve a un musulmán de aspecto sospechoso. Le parece distinguir una bomba entre sus ropajes. Cree que si da la alarma el terrorista hará explotar la bomba, así que trata de acercarse a él para evitarlo. Mientras tanto, un inmigrante recién llegado de Yemen está, asimismo, viajando en el Metro de Madrid. Lleva un valioso regalo para su sobrino escondido entre la ropa por temor a que se lo roben. Un tío rubio y rapado le está mirando, y se aproxima a él con disimulo. Cree que puede ser un skinhead, o alguien que quiere robarle. Tras varias extrañas maniobras, el polaco sale corriendo detrás del árabe, forcejean, caen a la vía, y son atropellados por el siguiente tren, pensando, ambos, que han muerto como héroes. Al día siguiente el suceso aparece en los periódicos sin que nadie sepa encontrar una conexión entre las víctimas.

Todo por un sueño

Dos amigas compran juntas un boleto de lotería de Navidad y prometen repartirse el premio si les toca. Lo guardan en la taquilla que comparten conjuntamente en el gimnasio. Una de ellas sueña que la otra intenta robarle a su marido, y lo toma como un sueño premonitorio de traición. Al día siguiente se enteran de que El Gordo ha caído en el pueblo y su número ha resultado premiado. Se llaman para felicitarse y quedan en el gimnasio a las 6 para recoger el billete. Pero ella no puede esperar, y aparece a las 5 para comprobar si el billete aún sigue ahí. Abre la taquilla, el boleto no está. Tras ella está su amiga, que le dice: “No te molestes, el boleto ya está cobrado. Sabía que me traicionarías. Anoche tuve un sueño”.

¡Qué paradoja!

El Presidente de los Estados unidos se dispone a dar una conferencia. En su atril hay una notita que nadie había advertido. Dice que si no se pronuncia a favor de la abolición de la venta de armas en su discurso, recibirá un disparo en la cabeza. Si trata de avisar a alguien, también. El hombre, acojonado, cambia su discurso por un encendido alegato a favor de la prohibición. Cuando termina, es abatido de un disparo.
Paradójicamente, su asesinato despierta una oleada de rechazo hacia las armas en la población estadounidense, él se convierte en un mártir del pacifismo, y su última voluntad se traduce en una reforma de la Constitución de los Estados Unidos para prohibir la venta libre de armas.

Fantasías de ayer y de hoy

Supongamos tres cerdos. Uno se dedica a la agricultura extensiva, otro a la industria maderera, y el último al sector de la construcción. Pongamos que cuando dicen “el lobo” quieren decir “la crisis económica”. Pero, claro, así no tiene la más puñetera gracia.
(…)
Y entonces va Ahab, el hijo de puta, y se carga al último ejemplar de ballena albina.
(…)
A la mañana siguiente el hada, abrochándose la falda, le dijo a Pinocho que igual una mentirijilla de vez en cuando tampoco era tan importante.
(…)
La historia va de un niño criado por lobos, educado por una pantera, corrompido por un oso gandul y pendenciero, que, entre otras cosas, gusta de provocar masacres entre los monos, y cuyo mayor anhelo es matar a un tigre. No sé tú, pero yo intuyo que la parte buena del cuento viene cuando semejante criaturita se marcha a vivir a la aldea…

Una de miedos

¿Quién anda ahi?

Al llegar al hogar, la comida y el agua del perro están desparramadas por toda la cocina, pero no se ve a “Golfo” por ningún lado. Un reguero de huellas sube por las escaleras hacia el piso de arriba. Lo sigues, las huellas entran hasta tu dormitorio y desaparecen bajo la cama. Le llamas para que salga de ahí, pero no obedece. Escuchas su respiración agitada. Mientras te agachas para sacarle, oyes a “Golfo” ladrando en la parte trasera del jardín.


Buenas noches a ti también

De noche, mientras arropas a tu hijo, este te pregunta que de qué murió la abuelita. Tú le dices que la abuela Marta se murió de viejecita hace ya muchos años, pero tu hijo te dice que esa abuelita no, tonto: la que todas la noches le saluda desde la ventana.


Eso, por preguntar

-Y por último, Señor Quesada, tenemos este ataúd de pino con interior removible de cartón corrugado, para ser cremado junto con el cuerpo. El precio de este ataúd es de dos mil doscientos euros mas el I.V.A.
-Gracias, con esto ya me hago una idea.
Solo un rato después de salir, justo en la intersección del carril de incorporación a la autopista, se da cuenta de que en ningún momento le ha dado su nombre al tipo de la tienda. Quizá es por eso que no ve venir al matrimonio del Opel rojo.

lunes, 1 de junio de 2009

El coloso

Cuentan que un día el Supremo Soberano del Gran Estado Unificado hizo llevar ante su presencia al más conocido escultor de la Corte -cuyo nombre, por desgracia, hace mucho tiempo que cayó relegado al olvido -y le encargó que erigiese el monumento más impresionante que hubieran visto los siglos, como símbolo de su grandeza y de su infinita majestad. Le dijo que no debía reparar en gastos, que los años venideros de su Reinado quedarían a partir de ahora consagrados a la realización de tan magna obra. No quedaban ya fronteras que defender, reinos por invadir ni guerras por librar. La paz, impuesta con puño de hierro, y la justicia, aplicada con el rigor de un padre, asegurarían la estabilidad y la prosperidad del Estado durante muchos años; sin embargo, el pueblo no podía permanecer inactivo. Necesitarían un recordatorio de su vínculo con un destino más grande que el suyo, un símbolo que les ayudase a comprender y a aceptar su papel en el Plan Eterno. Un monumento que le representase a Él, al Gran Unificador, al Conquistador Terrible, al Pacificador Magnánimo. Cada año, un tercio de los varones jóvenes de cada uno de los Reinos trabajarían en la construcción del proyecto, y estarían a disposición del escultor cualesquiera canteras, bosques, montañas, llanuras o ríos que hubiera entre la tierra y el cielo. Cualquier requerimiento suyo sería concedido. El escultor aceptó el compromiso con humildad y con disimulado alborozo. Estaba ante la oportunidad de su vida, la ocasión soñada por cualquier creador de pasar a la posteridad con una obra que los hombres contemplarían con reverencia y asombro durante miles de años. Todos los medios humanos y materiales del Supremo Estado Unificado estarían a su servicio. Así que se despidió de su familia y emprendió viaje. Recorrió los Siete Reinos y cuentan que incluso se adentró en el Territorio de Las Sombras para encontrar el lugar en el que emplazar la descomunal obra que tenía en mente. Entonces encontró este lugar. Aquí, dice la leyenda, se alzaba un gigantesco peñasco de piedra prácticamente inaccesible, solitario y solemne en mitad del valle. Cerca de la cumbre se vislumbraba un monasterio habitado por unos monjes de los cuales se decía que se alimentaban solamente de musgo y agua de lluvia, pues no tenían contacto alguno con el resto del mundo. Eso no fue considerado un inconveniente por el Supremo Soberano cuando aprobó entusiasmado el proyecto del escultor. Los planos que este le presentó recreaban una imagen suya de tal majestuosidad, de tal colosal imponencia, que superaban con creces todo cuanto él mismo pudiera haber imaginado. Sería una estatua, la más gigantesca y más hermosa que nunca se hubiere esculpido. Transmitiría toda la majestad, todo el orgullo, toda la firmeza que fueran posibles representar por el ingenio humano. Parecería la obra de un dios, hecha para otro dios. El escultor pidió al Soberano que revisase los planos a conciencia, pues un proyecto de tal envergadura no podía dar comienzo sin estar totalmente seguro de lo que se quería hacer, pero el Soberano rugió que no hacía falta, que era perfecto; que, si era posible condensar la idea de la Gloria en una sola imagen, el escultor lo había conseguido con aquella. Estaba todo: los Siete Rubíes de la Obediencia, la Corona de la Unificación, el Manto de la Sabiduría, la Vara de la Justicia, la Espada del Castigo, y sobre todo, el porte indómito, la mirada de trascendencia, el rostro de serenidad y determinación. Había que comenzar de inmediato. Se movilizaron los inmensos contingentes de hombres y de materiales necesarios, se talaron bosques, se desalojaron aldeas y se acalló sin conmiseración a los disidentes. Sin embargo, los monjes, pese a los reiterados requerimientos de desalojo realizados por expedicionarios del Ejército, se negaron a abandonar su lugar de retiro. El asalto al Monasterio resultó una empresa de enorme dificultad, pues eran pocos los hombres con la destreza suficiente como para subir hasta él, y los monjes se defendían con inusitado encono, arrojando piedras y aguas fecales a los grupos de exploradores, que, por su delicada situación, suspendidos en el vacío, no podían defenderse. Muchos soldados murieron, y el Soberano comenzaba a impacientarse. Se construyeron entonces tres enormes torres para asediar el bastión desde lo alto, simultáneamente. No llegaban hasta la altura del Monasterio, pero sí a una altura suficiente como para alcanzarlo con proyectiles. La víspera del ataque, el Soberano, que había viajado a propósito para verlo, ordenó que se retrasase hasta la caída de la noche, pues quería ver bien el resplandor de los monjes en la oscuridad cuando saltasen al vacío envueltos en llamas. Al ponerse el sol, las catapultas de las torres comenzaron a disparar barriles de aceite hirviendo y el Monasterio empezó a arder casi de inmediato. Sin embargo, para decepción del Soberano, ningún monje saltó al vacío. Todos supusieron que los monjes habían preferido morir quemados voluntariamente en el interior del templo, así que empezaron a desmantelarse las torres y por la mañana comenzaron los preparativos para tallar la estatua. Llegaron los mejores escultores, canteros, tallistas, carpinteros y albañiles de todos los confines del mundo conocido, y millares de hombres comenzaron a trabajar al son de los tambores y bajo el chasquido del látigo. Sin embargo, seguían cayendo, de tanto en tanto, enormes piedras desde la cumbre, que, si bien no conseguían paralizar del todo las obras, sí que retrasaban enormemente su ejecución y creaban un clima de temor y de superstición en los trabajadores. Se reconstruyeron de nuevo las torres, y, desde ellas, fue posible avistar un reducido grupo de monjes que, de algún modo, persistía en la cima del peñasco, a la intemperie. Se dio orden de abatir a todos los pájaros de las cercanías, ante la sospecha de que los monjes se estuviesen alimentando de su carne y de sus huevos, y se inició un nuevo asedio. Se arrojaron cadáveres corrompidos, nidos de avispas y cestos de serpientes venenosas, durante días, hasta que, al fin, dejó de percibirse actividad alguna allá en lo alto. Entonces se reiniciaron las obras. Se dijo que los monjes habían sido pasto de los buitres, pero también circularon rumores de todo tipo, tales como que se habían comido entre ellos hasta que el último se devoró a sí mismo, o que habían salido volando entrelazando sus túnicas, o que fueron rescatados por un espíritu llegado del cielo, pues, días más tarde, cuando por fin se consiguió acceder a la cumbre, de los cuerpos de los monjes no quedaba el menor rastro.

Sin embargo, ese incidente fue olvidado rápidamente. Durante veinte años, trabajando día y noche, un enjambre de esclavos fue tallando las paredes de roca, desde la cumbre hasta la base. Un día de finales de agosto, el Soberano quiso echar un último vistazo a la estatua, que ya estaba casi cincelada hasta los tobillos. El escultor ordenó descubrir la inacabable lona que la protegía de las miradas indignas. Incluso así, recubierta de andamios, cuerdas y anclajes, resultaba sobrecogedora. El soberano abrazó al escultor con los ojos anegados en lágrimas y le dijo, con voz entrecortada, que inundaría su casa de oro, que ni sus hijos, ni los hijos de sus hijos, ni los hijos de aquellos, volverían a desear nada jamás, pues todo lo tendrían aun antes de que pudieran imaginarlo. Ahora que su vigor comenzaba a dar muestras de agotamiento, ya no tenía miedo a la muerte, pues sabía que dejaría tras de él un monumento de tal grandeza y tal perfección que por él sería recordado para siempre. Las obras terminaron poco tiempo después, coincidiendo su fin, tal como estaba previsto, con el trigésimo aniversario de la subida del Soberano al trono, tras la violenta e irresoluta muerte de su hermano mayor. Fueron invitados al descubrimiento de la estatua todos los soberanos vasallos y sus séquitos, así como caudillos tribales, líderes religiosos, y toda aquella persona de relevancia social o política en el Gran Estado Unificado. Acudieron también gentes a millares desde poblaciones vecinas y lejanas: campesinos, músicos, prostitutas, vendedores, acróbatas, timadores, buscavidas del más variado pelaje… Todo estaba dispuesto para el gran evento. El Supremo Soberano, sus siete esposas, sus diecinueve hijos, su Consejo y el escultor, se acomodaron en una tribuna revestida de oro, elevada sobre la multitud. Y a sus pies, descendiendo según su importancia jerárquica, los Siete Vasallos, la nobleza, los hacendados, y, finalmente, la plebe. Exactamente al mediodía sonaron los tambores, las trompetas y los címbalos, anunciando la revelación de la maravilla. Lentamente, el velo infinito que cubría la estatua comenzó a desplazarse, recogido con cuerdas, y, a medida que los primeros detalles de la estatua quedaban al descubierto, un murmullo, y después un clamor de asombro, comenzaron a surgir del gentío. Era… no había palabras, no existían para describir tal perfección, tal belleza. Los más entusiastas aduladores del Soberano se arrancaban los cabellos y chillaban de felicidad, sus detractores tan sólo lloraban desconsolados. La muchedumbre, enloquecida, aclamaba al Soberano, y también al escultor. El viejo monarca lloraba como un niño, aturdido por el orgullo y por la veneración de su pueblo. Entonces uno de sus consejeros se acercó a él y le susurró algo al oído. Al principio el Soberano no entendió bien, y siguió saludando a la multitud con la mirada perdida, pero entonces se fijó en el punto que su consejero le señalaba con el dedo. No, aquello no podía ser cierto. ¡El pie! ¡El pie izquierdo de la estatua! ¡Solo tenía cuatro dedos! Cuatro dedos, cada uno mucho más grande que un ser humano, colosales, gigantescos, perfectos, pero solo cuatro. Miró al escultor, sin comprender, pero este mantenía la vista fija en la estatua y una enigmática sonrisa en la cara. El soberano le preguntó, mientras hacía una seña casi imperceptible al jefe de su Guardia Personal, si, antes de que cualquier persona remotamente vinculada a él fuera desollada y quemada viva, le importaría explicarle qué demonios significaba aquello. El escultor, que a esas alturas ya suponía a su familia y amigos a bordo de un barco en dirección a las Islas Septentrionales, le miró con gesto de camaradería y le contestó: “Supongo, majestad, que nadie es perfecto”. Después se encogió de hombros y siguió contemplando el monolito con actitud satisfecha.

El Soberano, más tarde, trató de rescatar lo que pudiera salvarse de la estatua. Contra la opinión de los sabios, decidió intentar destruir únicamente el malhadado pie, sosteniendo mediante pesadas máquinas el resto del monumento, e insertando en su lugar otro pie esculpido por algún artista con menos afán de notoriedad. Fue un absoluto desastre. La estatua no resistió sobre un solo pie, y se vino abajo una noche, arrebatando las vidas de centenares de obreros. Poco tiempo después, el pueblo, cansado de los desmanes del Soberano, le derrocó sangrientamente, instaurando en su lugar al Gran Líder Libertador, de infausto recuerdo. En cuanto al escultor, a quien imaginamos la más dolorosa de las agonías, cualquier vestigio de su vida o de su nombre fue borrado para siempre.