jueves, 30 de abril de 2009

La princesa cisne (revisited)

El de la transfiguración es un tema que, bajo diferentes ópticas y con las más diversas variaciones, todos hemos visto tratado en multitud de ficciones desde nuestra más tierna infancia. Desde el sapo que, al entrar en contacto con los lúbricos labios de una doncella, pasa de la condición de príncipe encantado a la de príncipe encantador, hasta los ratoncitos de la Cenicienta, hay tantísimos ejemplos que sería ocioso tratar de enumerarlos todos. Yo también crecí escuchando esa clase de cuentos y de leyendas, y, como todos, durante un tiempo creí en la posibilidad de esas magias. Luego, conforme la madurez me iba confiriendo una visión más realista sobre la vida, comencé a observar esas historias símplemente como un medio de disfrute y de reflexión sobre ciertas cuestiones morales muy primigenias. Pero también, como todos, llegué a incorporarlas de alguna manera, inconscientemente, a mi imaginario personal. Ya sabéis a qué me refiero: la posibilidad del amor eterno a pesar de las circunstancias más desafortunadas, la redención a través del sacrificio y la abnegación, y todo ese tipo de estupideces de similar cariz, subyacen en el interior de cada uno de nosotros como utopías a cuya realización, en lo más recóndito de nuestro ser, no queremos renunciar. Como tú, yo quería creer en esas pamplinas. Como tú, yo tenía esperanzas, hasta ahora.

Os cuento: cuando mi amada cayó víctima del hechizo, y tras sobreponerme al susto y al espanto iniciales, me obligué a mí mismo a actuar con la nobleza y la amplitud de miras que la ocasión requería. No sólo no la rechacé, sino que le juré y perjuré que nunca la abandonaría, que permanecería junto a ella pasase lo que pasase, hasta el fin de los días. Traté, además de dejarme llevar por los imperativos de mi corazón, de actuar con racionalidad. Me informé sobre las características de su recién adquirida condición mamífera, sobre los cuidados que necesitaría, sobre los aspectos relativos a su higiene, sobre el tipo de alimentación más adecuado para ella, etc…Sería una imperdonable grosería por mi parte detallar la cantidad y la variedad de alimentos que era necesario obtener para su sustento. Cualquier sacrificio por mi parte, en ese sentido, hubiera sido poco; sé que ella habría hecho lo mismo por mí. Le ayudé a desarrollar las destrezas necesarias para que pudiera valerse por si misma, y bien que me alegré de hacerlo, pues la consecución de alimentos de origen vegetal no suponía mayor problema para mí, pero, en cuanto a los de origen animal, fundamentales para el aporte proteínico que demandaba su nuevo organismo… eso ya era otra cosa. Empezaba a resultar demasiado, no ya para mis limitadas capacidades físicas, sino para mis convicciones morales. Como dije antes, prefiero omitir los detalles a ese respecto.
La convivencia tampoco resultó sencilla. Poco a poco logré ir acostumbrándome a sus súbitos cambios de humor, a sus largos períodos de inactividad seguidos de otros de actividad frenética. Que si estoy engordando, que si debería salir a correr, que si lo siento pero es que hoy estoy muy sensible y no sé por qué, en fin. Al cabo, he terminado por ir aceptando, y, por qué no, incluso a ir apreciando, tales sutilezas y extravagancias en su comportamiento. Pero hay cosas, hay diferencias entre nosotros, que me temo habrán de resultar, al final, irreconciliables.
El sexo, por ejemplo. Lo he intentado, lo juro, e imaginaréis el pudor que siento a la hora de desvelaros ese aspecto de nuestra relación. Pero yo la amaba. ¿He dicho la amaba? La amo, aún la amo, sabe el Cielo que aún la amo. Por eso decidí, tras unos primeros días de vacilación, tratar de vencer el natural rechazo que sentía hacia su nuevo cuerpo. Quien me conoce sabe que poseo un espíritu inquieto y una mentalidad abierta y desprejuiciada. Durante un tiempo, por ejemplo, estuve saliendo con una pata que había conseguido escapar in extremis de un matadero, y os prometo que su ausencia de plumaje jamás fue un obstáculo para nuestra relación. Me precio de no dar demasiada importancia al aspecto externo a la hora de depositar mi afecto en alguien; para mí, aunque suene tópico y cursi, la verdadera belleza está en el interior. Por eso, porque la amo, decidí seguir adelante y permanecer junto a ella con todas las consecuencias. He intentado acostumbrarme al contacto con esa piel blancuzca y lechosa, al abrazo de esas extremidades colgantes y ridículas, a la vista de esas horrendas glándulas adiposas que le nacen del pecho, al terror que me infunde ese tajo lleno de dientes que llaman boca, al hedor que emana del pútrido agujero que tiene entre sus piernas, pero no puedo. Lo he intentado, nadie podrá decir que no lo he intentado. Dios, he hecho cosas espantosas por ella. No creo que podáis imaginar lo que supone tratar de satisfacer a una hembra humana, es como tratar de capturar el viento, como tratar de invertir la corriente de un río.
Lo he intentado todo. Todo. Con el pico, con las patas, con el cuello, con todo mi ser… ¡Oh, las cosas terribles que hecho, las cosas terribles que me he dejado hacer! Sí, lo sé, es algo repugnante, enfermizo, monstruoso, pero tenía que intentarlo. Hay veces que uno simplemente debe hacer lo que tiene que hacer. Pero no ha sido suficiente. La he observado, y he notado cómo mira a los otros humanos escondida tras los arbustos. Sé que no ha de tardar en llegar el día en que me abandone y decida unirse a ellos. Sin embargo – y os aseguro que es doloroso para mí admitirlo, y que no me enorgullezco en absoluto de ello -, lo cierto es que eso supondría un alivio para mí. Estoy desesperado, ya no puedo más. He intentado que ella no se dé cuenta, pero creo que lo sabe. Lo noto por la frialdad de su mirada, la delata la sutil manera en que se crispan sus manos cuando acaricia mi cuello. Es terrible reconocerlo, pero tengo miedo. No sé cómo terminará esta historia, pero al menos quedará en mi conciencia la tranquilidad de saber que puedo andar con la cabeza bien alta; el orgullo de haber actuado, hasta el final, como un auténtico cisne.
(...)
Otros delirios:

miércoles, 29 de abril de 2009

Cómo no conocí a la mujer de mi vida


-Buen libro.
-¿Cómo?
-Buen libro, digo, ese que estás leyendo.
-¿Sí? ¿Tú crees?
-Hombre, al menos está interesante. Te da que pensar.
-Pues, si te digo la verdad, a mí me está pareciendo una mierda.
-¿Ah, sí? Vaya.
-Psí.
-En realidad sí que es una mierda. Tan sólo lo he dicho por intentar entablar una conversación contigo.
-¿Ah, sí?
-Sí. No sé si te habrás fijado en mí, pero yo sí que me he fijado en ti. Te veo a menudo en esta línea, siempre sentada, leyendo, y la verdad es que hacía tiempo que tenía ganas de hablar contigo.
-Pues has elegido una curiosa manera de hacerlo.
-Sí, supongo que sí, pero no sé, igual si te digo de primeras que el libro me parece una mierda, te hubieras ofendido y hubieras pasado de mí.
-Ya. Pues, ¿sabes una cosa? Lo cierto es que el libro me estaba gustando, lo he dicho sólo para probarte.
-¡Ups!
-Sí. Yo también me había fijado en ti. Te vi hace poco leyendo este libro y pensé que podía ser una buena manera de llamar tu atención.
-Vaya.
-Pero ya veo que eres uno de esos a los que no les importa mentir a una tía con tal de ligársela.
-Eh, oye, que yo no te he mentido. No te dije que el libro fuese la leche, sólo que era interesante.
-Has dicho que era una mierda.
-Hombre, muy bueno no es, pero es interesante. Al menos engancha.
-O sea que no es una mierda.
-No, a ver… una mierda no es. O sea, no es “El Quijote”, pero tampoco es una mierda.
-¿Entonces en qué quedamos? ¿Es bueno o no es bueno?
-Pues, a su manera sí es bueno. Quiero decir, que engancha, que te intriga.
-Entonces es bueno.
-Sí, a su manera es bueno.
-O sea, que no es una mierda.
-No, no es una mierda.
-Pues a mí me parece una mierda.
-Perdona, creo que me he perdido.
-Te estaba poniendo a prueba otra vez. El libro es una auténtica bazofia. Tan sólo quería saber tu opinión de verdad.
-La verdad es que no sé que decir a eso.
-A lo mejor es que no hay nada más que decir.
-A lo mejor.
-Esta es mi parada. Tengo que irme.
-Vale, adiós.
-Adiós.

-Buen libro.
-¿Perdona?
-Buen libro, digo, ese que estás leyendo.

Glory Hole (Un cuento para adultos)


Había visto alguno como ese en remotas páginas de porno bizarro en Internet: un agujero del diámetro de un vaso de tubo en la pared lateral del retrete, a la altura de la pelvis. No sabía que algo así hubiera llegado a España. Tampoco era ese -una gasolinera perdida en mitad de la A-3, casi a la altura de Ocaña -el lugar donde uno hubiera esperado encontrarse algo así, precisamente. Si es que tal lugar existiese, claro. Se sacó la chorra y meó con la cabeza girada, observando atentamente el agujero. Nada -eso era de esperar -se veía dentro de él salvo su negrura. Terminó de mear y se puso frente al agujero. ¿Qué habría detrás de la pared? ¿Habría alguien? ¿Quién? Y si fuese así, ¿merecería la pena saber quién? Claro, en las grabaciones que había visto por Internet, al otro lado siempre aguardaba una rubia recauchutada y despampanante ávida de degustar apéndices masculinos, pero eso era en las películas. Aquí, en una gasolinera perdida en medio de la A-3, siendo realistas, las expectativas no eran tan halagüeñas. Complicado dilema… En realidad, pensó, mientras alguien te la chupara, ¿qué diferencia habría entre quien lo hiciese? Hombre, mujer, ¿qué más daba? La sensación podría ser igual de placentera. Siempre que hubiese un mínimo de delicadeza y de higiene en la transacción, por supuesto. O sea, mientras uno no viese quién le hacía el trabajo, lo único que importaría sería la calidad del trabajo en sí, ¿no? Gato negro, gato blanco: lo importante es que cace ratones, que dice el refrán. La idea le ponía, las cosas como son. De hecho, se había empalmado sin darse cuenta. Su pene apuntaba directamente hacia el negro agujero de la pared. ¿Qué hacer? ¿Y si de repente hubiese un psicópata detrás del muro y le cortase el pajarito de un bocado? Si existiese algo así hubiera salido en las noticias, ¿no? Aunque, claro, tampoco es que él viese demasiado a menudo las noticias. Hum. Complicado.
Decidió examinarlo más de cerca, solo por si acaso. Nada, no se veía nada. Se acercó más. Nada. Solo una impenetrable oscuridad. Se incorporó. De nuevo, observó fijamente el agujero. Qué coño, se dijo, la fortuna sonríe a los valientes, sin riesgo no hay gloria. Se desabrochó la bragueta y la enchufó.

(…)

En otro confín del espacio-tiempo:

Cuentan las crónicas que, cuando los niputianos vieron emerger al Gran Gusano a través de la entrada del Portal Sagrado, huyeron despavoridos dejando tras de sí un rastro de desolación, y que, cuando volvieron al lugar tiempo después, el Gusano ya se había ido. Desde entonces rinden culto al Gran Gusano, esperando hacerse, hasta su próxima Venida, acreedores de su benevolencia.

domingo, 26 de abril de 2009

Raymond Queneau, Ejercicios de Estilo


Entre 1942 y 1945, Raymond Queneau escribió, a partir del relato de un incidente real y, según sus propias palabras, bastante trivial, 99 maneras distintas de abordar esa misma historia: http://www.enfocarte.com/1.10/literatura.html.
Esta es la premisa original:

Notaciones

En el S, a una hora de tráfico. Un tipo de unos veintiséis años, sombrero de fieltro con cordón en lugar de cinta, cuello muy largo como si se lo hubiesen estirado. La gente baja. El tipo en cuestión se enfada con un vecino. Le reprocha que lo empuje cada vez que pasa alguien. Tono llorón que se las da de duro. Al ver un sitio libre, se precipita sobre él. Dos horas más tarde, lo encuentro en la plaza de Roma, delante de la estación de Saint-Lazare. Está con un compañero que le dice: "Deberías hacerte poner un botón más en el abrigo." Le indica dónde (en el escote) y por qué.


Además, dejó por escrito varias sugerencias para otras futuras variaciones sobre este mismo tema. Esta, que me ha sido adjudicada al azar, es la mía:

Ejercicio de estilo nº 100: Crítica cinematográfica.

Sobre un guión premeditadamente anodino, el veterano realizador francés Raymond Queneau construye este interesante cortometraje, que, detrás de su clasicismo -tan sólo en apariencia -formal, encierra una serie de ácidas pero acertadas reflexiones sobre la condición social del ser humano, y, en concreto, sobre la relación del individuo con su entorno. A través de una historia sencilla hasta el extremo, y gracias a una dirección ajena a todo exhibicionismo vacuo, a una fotografía hiperrealista que casi roza el minimalismo, y, en especial, a unas interpretaciones sobrias en su conjunto, y en ocasiones contenidas hasta el hieratismo, Queneau logra crear una atmósfera desasosegante y turbadora, que mantiene intrigado al espectador a la espera de un desenlace que, al final, es cualquier cosa menos previsible.
A ese respecto, el uso del botón, o mejor dicho de su ausencia, como metáfora de la zozobra y la angustia interiores del personaje principal es un indiscutible acierto, y revela la extraordinaria sensibilidad de un realizador conocido,
paradójicamente, por su versatilidad e iconoclastia.

miércoles, 22 de abril de 2009

Burro

El reloj de la cocina señala las cinco menos cuarto, Pablo debe estar a punto de llegar. Aún da tiempo a un cigarro y a un cafecito. No debería, ni lo uno ni lo otro, pero, qué leches, aún es joven para ser una abuela, al igual que lo fue, en su momento, para ser madre.

Es curioso, pero durante años no había vuelto a pensar en Amparito, y sin embargo, desde hace unos días, piensa en ella de manera recurrente. Recuerda con extrema viveza una tarde en concreto. Estaba jugando junto a Rebeca, Guille, Simón, y Sandra la “Cuatro ojos” en el enorme descampado que había entre su bloque de viviendas y la Cárcel de Carabanchel, una amplia explanada sembrada de arbustos bajos y malas hierbas, recorrida por irregulares senderitos de arena y piedra a cuya vera crecían amapolas silvestres. A lo lejos se divisaba la pequeña ermita que velaba el cementerio, junto a la cual los gitanos anclaban sus puestos de venta de flores. Pese a lo que pueda pensarse, no era este un lugar sombrío, al menos para ellos, sino, muy al contrario, un vergel luminoso que en los días de sol rezumaba vida en cada brizna de hierba movida por la brisa, en cada abejorro danzando al son de su desidia, en cada neumático reseco dado por muerto años ha. Llevaban un rato jugando al dola cuando vieron aparecer por detrás de un promontorio a Amparito, sola. Eso era muy raro, porque Amparito jamás salía de casa si no era en compañía de su madre o de su abuela. En esa época no se utilizaba, por lo menos en el entorno de ellos, el término “Síndrome de Down”. Amparito simplemente era tonta, retrasada, o subnormal, dependiendo del interlocutor al que uno se dirigiese. Parecía confusa y desconcertada. Iba vestida como una muñeca pepona, con un vestido rosa estampado de flores verde arlequín que le llegaba a la altura de las rodillas y que ya en esa época parecía añejo y cursi, y sobre el cual su redondeada cabeza parecía haber sido implantada como un corcho a una botella. Calzaba unos zapatitos -por su anchura, zapatones –negros de charol que a duras penas parecían poder comprimir sus regordetes pies, y unos largos calcetines blancos que debieran haber permanecido firmes pero que yacían desmayados cómicamente sobre sus zapatos, dejando adivinar un océano de arañazos y viejos moretones sobre la palidez de sus piernas. Tras una rápida consulta entre ellos, empezaron a llamarla, todos al mismo tiempo. La novedosa presencia allí de Amparito sin la compañía de su madre les hacía augurar, de un modo vago que tan sólo intuían en parte, un tipo de diversión diferente para esa tarde. Amparito les miraba sin saber qué hacer, hasta que, ante la insistencia de ellos, se acercó a trompicones al grupo. La saludaron con fingida alegría y afecto, entendiendo cada uno, por el de los demás, como lícito su juego. Amparito les miraba con sorpresa y trataba de sonreír, aunque un leve atisbo de desconfianza opacaba sus ojillos rasgados. Le dijeron que estaban jugando a la dola y la invitaron a participar. Ella dijo que no sabía, y ellos dijeron que no importaba, que era muy fácil. Le explicaron las reglas, que eran, efectivamente, muy sencillas. Uno, el más rápido y avispado, decía:
-¡China tengo!-
El resto se numeraba en función de su rapidez y se establecía un orden. El primero, el que tenía la china, se la escondía en una de sus manos y luego le mostraba al segundo los dos puños cerrados. Este tenía, entonces, que elegir entre uno y otro. Si señalaba la mano vacía sería el primero en participar en el juego y si, por el contrario, indicaba la mano que contenía la china, el primero sería el otro. Entonces, por orden, todos iban teniendo su oportunidad de escoger. El que acertaba la mano vacía se libraba del juego, y al que le tocaba la china seguía participando. El primero en librarse de la china elegía la modalidad del castigo que se infligía al perdedor, que era quien se quedase finalmente sólo con la china. Dicho castigo podía aplicarse de muchas formas distintas, pero las más usuales eran quedársela al escondite, ir a robar una barra de pan o unas magdalenas a la panadería, o ser saltado por encima en hilera –el popular burro -.

Maite recuerda, mientras remueve el café con la cucharilla y se enciende el cigarro, que ella fue la primera en llevar la china y que eligió el burro. Todos, anticipando sin necesidad de hablar el desenlace del juego, celebraron la ocurrencia, menos Amparito, que no entendía nada. La voluminosa anatomía de Amparito hacía de ella un sugestivo obstáculo que saltar. Así, comenzaron a jugar, y uno y otro fueron pasando por el trámite, con Amparito en último lugar. Unos elegían la china y otros se iban librando, mientras Amparito, en apariencia de manera casual, siempre elegía la mano errónea. Finalmente, tras una improvisada coreografía de guiños, risitas, gestos poco disimulados y de sobreentendidos, Amparito se quedó sola con la china. Entonces Simón le explicó que había perdido y que ahora debía agacharse hacia adelante, apoyando las manos en las rodillas, para que todos saltasen, uno a uno, por encima de ella. Amparito sonreía nerviosa y azorada, y decía:
-No sé -.
Simón y Guille le hicieron una demostración práctica, pero ella seguía sin decidirse, mientras trataba de no olvidar sonreír. Poco a poco, a base de engañifas y zalamerías, la fueron convenciendo. Entonces Rebeca la colocó en el lugar apropiado y se dispusieron en fila detrás de ella para saltar. Guille iba el primero. Saltó con energía, pero Amparito, atenazada por los nervios, elevó un poco el tronco cuando sintió el contacto de Guille, y recibió un pequeño empellón en la cabeza con la entrepierna de este. Eso, probablemente, la puso aún más nerviosa, y cuando Maite, que iba en segundo lugar, trató de saltarla nuevamente, a Amparito le fallaron las piernas y cayeron las dos al suelo aparatosamente. Maite se incorporó con presteza sumando sus risas a las de sus compañeros, pero Amparito se quedó sentada en el suelo, mirando sus despellejadas rodillas, pálida, a punto de llorar. Rebeca y Sandra la ayudaron rápidamente a incorporarse; en parte, sí, por sincera compasión, pero más por intentar que la fiesta no se aguase antes de tiempo. La convencieron de que no pasaba nada, de que esta vez saldría mejor, la chantajearon planteando maliciosamente si no se trataría de que no quería jugar con ellos, y ella, confundida y amedrentada, accedió a agacharse otra vez, dirigiendo hacia atrás tímidas miradas de soslayo, como un cervatillo asustado. Esta vez le tocaba saltar a Simón. Tomó carrerilla, echó a correr hacia Amparito y saltó, y justo cuando sus manos se apoyaban en el rotundo trasero para tomar impulso, se escuchó alto y claro un sonido parecido al que haría al abrirse un grifo que llevase cerrado mucho tiempo, como una especie de trompeteo acuoso, que salía de debajo de las faldas de Amparito. Todos, incluido Simón, que había efectuado su salto con éxito, permanecieron mirándose unos a otros durante unos instantes, incrédulos, estupefactos por lo que acababa de ocurrir, hasta que la primera carcajada contagió a otra, y esta a otra, y terminaron todos tronchándose literalmente por la risa, contorsionados y hasta por los suelos en algún caso, durante lo que parecieron unos eternos minutos de puro y limpio alborozo, mientras un olor nauseabundo y culpable, cuyo epicentro era Amparito, se deslizaba entre ellos al capricho del viento. Amparito permanecía callada, inmóvil, mirando a lo lejos con expresión neutra. Poco a poco se fueron serenando, y entonces Rebeca se acercó a Amparito y le preguntó, mientras dirigía a los otros, que trataban de disimular sin mucho empeño la risa, miradas de impostado reproche, si le había pasado algo.
-¿Qué te ha pasado, Amparito? –le preguntó cariñosamente -, ¿estás bien?
Y Amparito, evitándola con la mirada, no contestaba.
-¿Qué te ha pasado? -, insistió Rebeca -¿Te has hecho caca?
-Caca –dijo Amparito con un hilillo casi inaudible de voz.
-¿Qué dices, caca? ¿Sí? ¿Te has hecho caca?
-Mecho caca - respondió Amparito en un tono más alto.
-Bueno, no te preocupes –prosiguió Rebeca, asumiendo un momentáneo y deliberado papel maternal -.No pasa nada, lo que tienes que hacer es quitarte las bragas, que las tendrás sucias -.
Maite recuerda que en ese momento sintió sincera lástima por Amparito, pero una especie de sentido de pertenencia tribal, y, sobre todo, la inconsciente aversión que le producía la idea de que, siquiera remotamente, se la pudiera asociar o vincular emocionalmente con Amparito -como si tomar partido por ella significase equipararse a ella, abandonar su equipo para enrolarse en el de Amparito, en el de los tontos, los sucios, los retrasados -,le impidió que sopesase con seriedad la idea de actuar de una manera distinta. Algo dentro de ella le advertía que aquello no estaba bien, pero, ¿qué era “aquello”? Además, ¿quién quería ponerse a pensar en ese momento? Así que, como los demás, le insistió con estudiada delicadeza a Amparito en que se quitase las bragas. Amparito, rodeada y desorientada, empezó a bajárselas, entre las veladas exclamaciones de repugnancia de la concurrencia. Permaneció unos momentos con las bragas y su gran mancha delatora entre los pies, tratando de entender lo que sucedía, mientras los demás la instaban a continuar. Se agachó para quitarse la prenda, pero su precario equilibrio y la escasa flexibilidad y coordinación de su orondo corpachón le impedían hacerlo de ese modo, por lo que se sentó en medio del camino, sobre su falda, y se las sacó. Entonces, sentada sobre la tierra con las piernas abiertas, estiró el brazo con el que sostenía las bragas, como ofreciéndoselas a los otros.
-¡Aaaagh! ¡Qué asco!
-¡Suelta eso, cochina!
-¡Cuidado, no la toquéis! –exclamaron, entre otras cosas.
Entonces, Guille cogió del suelo la rama desgajada de un almendro y, apuntando con ella en dirección a Amparito, le dijo que colgase las bragas de su punta. Una vez dispuso del desagradable trofeo en el extremo de la rama, empezó a amenazar y a perseguir, entre risas, a los demás con él. Amparito, mientras, permanecía en la misma posición sedente, catatónica.
Entonces se escuchó, en la distancia, una voz desgarrada llamando a Amparito, que giró la cabeza en esa dirección. Maite y los demás se miraron entre sí con súbita preocupación. De repente, en cuestión de un instante, un ilusorio espejo de juego y despreocupación eternos se había hecho añicos, y tras sus restos se adivinaban la sombría amenaza de la reprimenda y el castigo, y la amarga conciencia de haber obrado mal. Guille arrojó detrás de un matojo la rama de la que colgaban las desventuradas bragas de Amparito, pero luego se lo pensó mejor, las recogió con sumo cuidado y se las ofreció de nuevo a su propietaria, quien, tras dudar unos instantes, las cogió sin ningún tipo de remilgo. La voz, femenina, seguía llamando a Amparito con insistencia, cada vez más cerca. Por un momento Maite, como seguramente los demás, pensó en echar a correr, pero intuía inconscientemente que, de algún modo, eso conferiría una dimensión de superior vileza a sus actos, así que permaneció allí con los demás, en silencio, mientras la voz aumentaba su proximidad. Amparito, entonces, reaccionó al fin y respondió con voz queda a la llamada de su madre:
-¡Mami! ¡Mami!
No quedaba otra opción, en esa tesitura, que tratar de borrar como se pudiera las huellas del crimen y tratar de aparentar normalidad. Sandra Cuatro ojos se subió al promontorio por el que había aparecido Amparito y, moviendo los brazos, llamó la atención de la madre. Esta apareció, al cabo de unos instantes, sin resuello, con los ojos fuera de las órbitas. Durante unos instantes cargados de tensión sus ojos recorrieron la escena de una punta a otra, tratando de comprender y de asimilar lo que había ocurrido allí. Vio a su hija en el suelo, sonriente, con la cara tiznada y las rodillas en carne viva, sentada sobre sus propias heces en medio del camino, sosteniendo con dedos manchados unas bragas sucias, y a un grupo de niños que la miraban entre sorprendidos y asustados, con la culpabilidad reflejada sus rostros. Maite jamás olvidaría la mirada de pena y desprecio infinitos que les dirigió entonces. Cogió de la mano a su hija y la ayudó cariñosamente a incorporarse, mientras dos lagrimones de plata brotaban con simultánea violencia de sus ojos.
-¿Estás bien, tesoro? Tenemos que irnos a casa, despídete –dijo, remarcando cuidadosamente las palabras sin dejar de mirarles fijamente -de tus amiguitos.
Entonces cogió las bragas, que estaban a los pies de Amparito, y las lanzó con todo el desdén del que fue capaz en medio del círculo imaginario que formaban Maite y sus amigos, con los ojos enrojecidos centelleando de furia sorda. Tras esto, se secó las lágrimas con el dorso de la mano, dio media vuelta y se fue alejando con su hija, agarradas de la mano.
Con qué amargura, con que deje de asco pronunció esas últimas palabras. El recuerdo de aquellas palabras, y sobre todo de esa mirada como de diosa colérica se clavó en el pecho de Maite y permaneció ardiendo en él durante mucho, mucho tiempo. En adelante, cada vez que se cruzó con Amparito y su madre, sentía cómo una especie de calor blando y embarazoso le subía por la boca del estómago directamente hasta las sienes, y era incapaz de mirarlas directamente a los ojos. Un tiempo después Maite y su familia se mudaron de casa, y nunca más volvió a saber ni a pensar de Amparito. Por lo menos hasta hace unos pocos días. Es curioso...

Se da cuenta de que el cigarrillo ya está casi consumido, y, casi al mismo tiempo que lo apaga, como si ambos hechos se hubiesen sincronizado adrede, ve aparecer a través de la ventana el microbús del Centro. El vehículo se detiene y Pablo baja acompañado de la cuidadora. Parece que viene contento, está cantando. Saca la botella de coñac de un estante superior de la cocina y, mientras les ve acercarse por el camino de entrada, se sirve un culín de licor en la misma taza que ha usado para el café. El día aún no ha terminado.

jueves, 16 de abril de 2009

La canción del Mamut

Primero, el Fuego. Tras él, la Rueda. Después, la Penicilina. Los Preservativos. El Atomo. Y ahora, ¿qué?
El último gran salto de la Humanidad: Internet.

Vale, sí, es verdad: hay gente que tiene demasiado tiempo libre. Pero, joder, cómo me alegro de vivir en el siglo XXI. Semejante genialidad, en otros tiempos, jamás hubiera llegado a mis manos.

miércoles, 15 de abril de 2009

Cuarteto del Amor y la Muerte

El partisano (Allegro)


Tenía que venir a verla. Sé que seguramente alguien habrá dado ya el aviso, pero tenía que venir a verla. Ha muerto por mi culpa, y ahora yo me reuniré con ella. Nada tiene sentido ya, para qué seguir luchando. Antes pensábamos que si seguíamos luchando al final lograríamos vencer. Ahora no, ahora sólo luchamos. Hasta el final, hasta que caiga el último de nosotros, hasta que ya no quede nada. Pues bien, aquí estoy. Eramos tres esta mañana. Esta tarde sólo quedo yo. No quiero continuar. El viento sopla a través de las tumbas y me trae la voz de mis amigos. Me dicen: “Unete a nosotros. Ven, para ya. Descansa, disfruta, mécete al son del eterno oleaje. Comunismo, fascismo, qué más da. Nada dura para siempre. Las negras nubes durarán un tiempo, y luego se irán. Ven con nosotros, fúmate un cigarrillo, haremos un fuego, compartiremos el vino, cantemos canciones sobre amores perdidos y amigos encontrados, y también sobre lo contrario. Ella está aquí, con nosotros, esperándote”. Fui uno de los últimos que consiguió escapar cuando cayó Madrid, robando un uniforme nacional, y logré cruzar la frontera disfrazado de cura. Fue curioso vivir como un vencedor cuando mi interior se anegaba de lágrimas. Después me uní a la Resistencia francesa cuando los alemanes tomaron París, y fui uno de los siete mil que entraron a España por el Valle de Arán. Realmente creímos que podíamos conseguirlo esa vez. Pero no, sólo conseguimos hambre, frío y muerte. Entonces me eché al monte sabiendo que no habría retorno. He visto morir a todas las personas a las que he querido, una por una. Todo cuanto una vez consideré mío se ha evaporado de la faz de la Tierra, todo. Pero me quedabas tú. Ahora ya no hay nada en este mundo que yo quiera, nada que me importe. Ta sólo espero que fuese rápido, que no se ensañasen contigo. Pronto iré a donde tú estás, mi amor, y me lo contarás todo. Estaremos juntos, pasearemos a la luz del día, cogidos de la mano, sin temor.


La moza (Andante)


Llegaron con las primeras luces del alba. Se escuchó ladrar a los perros y madre les dijo, antes de salir, que se quedasen quietas y muy calladas. Entonces salió por la puerta y se oyeron dos disparos, y después nada más. Ella le tapaba la boca a Rosita, que no paraba de llorar. Los soldados entraron en casa y empezaron a removerlo todo, veían las sombras que hacían entre los tablones del suelo, encima de ellos. Entonces uno descubrió la trampilla y se hizo la luz. Les sacaron del sótano a empujones y a bofetadas. Primero mataron a Rosita, no les interesaba. A Teodo y a Rosario se las llevaron al pajar. A Adela y a ella, las mayores, les dijeron que si contaban todo lo que sabían dejarían vivir a los demás, pero ambas sabían que eso no era cierto. Sujetaron a Adela entre varios, y uno de ellos cogió el atizador para la lumbre, que aún reposaba entre los rescoldos del fuego. Entonces, Adela se puso pálida de repente y empezó a temblar mientras un reguerillo de sangre le brotaba de la boca. Siempre fue la más fuerte de las hermanas. Antes que confesar, había preferido tragarse su propia lengua. En ese momento de desconcierto, Desiderio logró salir corriendo por la puerta, y dos soldados salieron detrás de él. Le dieron caza como a una liebre, riendo. Ella, por desgracia, no era tan valiente, y su muerte fue mucho más lenta. Les contó todo, dónde estabais, cuántos erais, pero eso no hizo que se apiadaran de ella. Aún respiraba cuando prendieron fuego a la casa y al pajar y se fueron.


El hombre en la puerta (Minueto)


Lo sabía, sabía que al final vendrías. Entra, infeliz, entra y mira lo que has hecho. Porque esto lo has hecho tú, tú has traído esta desgracia. Si no hubieras venido al pueblo, si tú y los tuyos os hubierais quedado donde debíais, todo esto no hubiera pasado. Primero la convertiste en puta y ahora vienes a velarla como si fuera la Infanta Isabel. Pero no era sino una puta, mas que puta. Ella tenía que haber sido mía, todos en el pueblo lo dicen, pero apareciste tú, rubiales, todo noble, todo señorito, el luchador por la Libertad, el bandolero romántico, con tus aires de sabelotodo de ciudad, con tu gorrita calada y tus cigarrillos franceses, y la torciste, la endemoniaste, la envenenaste con tus cuentos sobre el Pueblo, la Revolución, la Libertad y todas esas patrañas, sólo para beneficiarte de ella. ¿O acaso crees que no sé lo que hacíais cuando ella salía de su casa a medianoche para reunirse contigo en la montaña? Lo sé, lo sabía por la manera en que ella apartaba la mirada y la sangre se le subía a los carrillos cuando nos cruzábamos en misa. Yo le podía haber dado la vida que ella merecía. Mis tierras, mi casa, mis bestias, todo hubiera sido para ella. Hubiera sido una buena mujer, una mujer obediente y honrada, pero la torciste. Durante mucho tiempo no dije nada de la comida que os daba, ni de las armas que os guardaba, ni de los mensajes que os hacía llegar. Callaba por no hacerle mal a ella, no a ti ni a tus cochinos camaradas, pero anoche, detrás de la taberna, cuando ella me rechazó, supe que ya estaba echada a perder del todo. La dije que la quería, que tenía que ser mía, intenté besarla, pero ella me empujó y me llamó animal, sucio, paleto... No quería pegarla, pero no ha nacido varón, y menos hembra, que insulte a un Ordóñez y se vaya de rositas. Así que fui hasta el Cuartel para hacer lo que tenía que haber hecho desde el principio. Lo que le ha pasado se lo tenía merecido, por fresca, por puta y por roja. Y ahora tú tendrás lo que te mereces, desgraciado. Sabía que vendrías, y les avisé. La patrulla de Couso no tardará en llegar, eso si no está rodeando ya la casa. Entra, entra, desgraciado, y mira lo que has hecho.

La muerte (Rondó)


Mi rostro tiene mil caras, y mi edad es la edad del Tiempo. He pasado muchas veces a vuestro lado, rozándoos, sin que os dierais cuenta. He estado ahí desde que nacisteis, esperando, conviviendo con vosotros, respirando con vosotros, observándoos, acompañándoos, alentando vuestra fuga de mí. Esta noche me habéis llamado, y aquí estoy.
Soy tan fin como principio, soy tan destrucción como creación. Podría hablaros de la perfecta lógica con que el Caos gobierna el mundo, podría hablaros de apoptosis, del eterno transmutar de las cosas en otras, pero no querríais entenderlo. Vuestras vidas cobran sentido en oposición a mí. Soy el fuego que calienta vuestra sangre, soy el viento que sopla vuestras velas. Vuestra ciega carrera me fascina y me embelesa, aún. Todo el tiempo que os regalo es tiempo que vosotros me regaláis a mí. Me alimento de vosotros al igual que vosotros os alimentáis de mí. Esta noche he sido invitada, y aquí estoy.
Esta casa es ahora mi casa, porque donde entra la Muerte todo es muerte. El aire es muerte, las paredes son muerte, las miradas son muerte. Hoy todos sois muerte. Pero no me temáis, no deberíais. Mañana me iré y os olvidaréis de mí hasta mi próxima visita. Mañana seguiré asistiendo maravillada a vuestros juegos, a vuestros vanos intentos de alejaros de mí. Os veré amar, reír, lamentaros, correr, cantar, implorar y soñar; os veré tratando de hacer duradera vuestra leve huella en la arena. Y lo haré complacida, con mirada de amor. A veces me gustaría poder hablaros, haceros saber, explicaros el cómo, que es en sí mismo el porqué. Si tan sólo me escucharais… Querría explicaros que ella no ha dejado de ser, pues todo lo que fue sigue siendo, como todo lo que alguna vez será ya es. Pero no queréis escuchar. Y así debe ser.
Esta noche he oído decir mi nombre, y aquí estoy.

Sólo me tropecé

Sólo me tropecé. Lo siento. No sabía que al tropezar le derramaría a usted por encima el café, ni que al levantarse usted gritando empujaría al camarero que pasaba a su lado, de manera que la bandeja que portaba saliese despedida junto a todo su contenido en dirección a ese coche que, por esquivarla, terminaría colisionado contra esa boca de riego, cuyo chorro de agua saldría propulsado hacia esos cables de alta tensión provocando un cortocircuito que derivaría en un apagón en toda la manzana, a resultas del cual el señor Fermín H. se quedaría atrapado con el coche en el garaje de su casa, viéndose obligado a coger el autobús para llegar a tiempo al trabajo, al que sin embargo llegaría tarde, motivo que, sumado a anteriores negligencias y tardanzas, haría que fuese despedido de dicho trabajo, y que, por tanto, en vez de regalar a su hijo esa guitarra eléctrica que tanto deseaba por su cumpleaños y que hubiera supuesto el inicio de una breve pero exitosa carrera de la criatura como cantautor folk, tuviese que regalarle ese juego de mesa que jamás llegó a ser utilizado como Dios manda, y que el chico terminase sus estudios como ingeniero de caminos y que, perseverando, lograra medrar en política llegando a ser Ministro de Fomento, y que, debido a su desastrosa gestión durante las terribles nevadas del invierno del año 2049, haría perder a su partido los pocos puntos electorales que le hubieran hecho falta para ganar las elecciones nuevamente, resultando vencedor el principal partido de la oposición, de corte conservador, acontecimiento que aprovechó nuestro vecino marroquí para, pretextando un uso ilegítimo por nuestra parte de sus caladeros de pesca, iniciar una escalada de provocaciones diplomáticas que derivaría en una serie de sanciones en forma de bloqueo económico por parte de las democracias occidentales, hecho que contribuiría de manera decisiva a exacerbar los ya de por sí caldeados ánimos de los países árabes hacia los países miembros de la Alianza Atlántica, y que se traduciría en un súbito e inesperado ataque conjunto a Israel protagonizado por sus países colindantes, lo que no dejaría otra opción al gobierno hebreo que utilizar su arsenal nuclear, lo cual, a su vez, precipitaría la entrada de otras potencias atómicas en el conflicto, dando como resultado una confrontación armada a escala mundial que dejaría a la Humanidad al borde de la extinción, iniciándose entonces una larguísima etapa de involución cultural que en el futuro sería conocida como Edad Oscura del Hombre.
De verdad que lo siento. Sólo me tropecé.

sábado, 4 de abril de 2009

Narrativa (X): Hagamos un cuento

De acuerdo, hagamos un cuento.
Ahora, no pienses en una isla desierta.
Mal, ya has pensado.
Intentémoslo de nuevo: no pienses en una isla desierta.
¿Otra vez? A menos que colabores un poco no vamos a llegar a ninguna parte, ¿sabes?
Está bien, está bien, quedémonos con tu isla desierta. Imagino que tu isla tendrá una palmera, posiblemente un cocotero. Es la imagen más usual. Aunque también pudiera ser que tu isla fuese una isla de piedra negra, desnuda, con grandes riscos escarpados, habitada únicamente por ingentes bandadas de gaviotas nidificando. ¿Es así?
No, claro, era la del cocotero, la otra es cosa mía.
Vale, volvamos a tu isla. Imagínate a ti en esa isla, junto al cocotero. A partir de aquí, te habrás dado cuenta, este cuento es tuyo, pues yo no sé quién eres tú, ni, evidentemente, que aspecto tienes, y por tanto no puedo imaginarte. Pero tú, en cambio, sí sabes quién eres tú. También, por otra parte, sabes quién soy yo. O si no, por lo menos sabes que estoy, o al menos que estuve. Yo no sé si estás, ni siquiera si estarás. Aunque, sí, claro que estarás, de otro modo este cuento no existiría. Y existe. Está existiendo justo ahora. O sea que estás ahí.
Vale, imagínate a ti en esa isla. Yo, como he dicho antes, no puedo. ¿Qué es eso que hay a tu lado? ¿Es un mono? Sí, ya veo, es decir, ya ves, es un mono.
¿Qué puede hacer un mono junto a ti en una isla desierta? O, mejor dicho, perdona la desconsideración, la pregunta más lógica debería ser qué haces tú en una isla desierta con la única compañía de un mono y de un cocotero. Yo no lo sé, evidentemente. No sé qué puede hacer una persona en una isla desierta con la única compañía de un mono y de un cocotero, y menos tú, a quien no conozco. Yo qué se si te pasas la vida de isla desierta en isla desierta con la única compañía de un mono y de un cocotero.
Así que, no sé, tú dirás. ¿Acaso llegaste a esta isla en ese barco que se aleja dejando una estela de humo negro hacia el horizonte? ¿Sí? Oh, vaya, lo siento. Olvidaba que no puedo oírte. Eso, ciertamente, supone una contrariedad, porque yo no puedo proseguir con un cuento del que desconozco el protagonista. También podría hacer protagonista al mono, claro, pero eso te dejaría a ti en bastante mal lugar.
En fin, hagamos un repaso a lo que ya sabemos. Estás tú, a quien no conozco, en una isla desierta, con la única compañía de un mono y de un cocotero, y a lo lejos hay un barco que se aleja dejando una estela de humo negro hacia el horizonte. Porque tú también has visto el barco, ¿verdad? Sí, claro que lo has visto, qué tontería. Lo estás viendo ahora, un barco enorme, tipo transatlántico, con cubierta blanca, casco negro y dos grandes chimeneas rojas.
Vale, empleemos nuestras mutuas capacidades de deducción. Está claro que tú venías en ese barco, de otro modo este te hubiera visto y te hubiera recogido. Y al mono también, probablemente. O sea que venías en ese barco y ese barco te dejó aquí, en esta isla desierta, con la única compañía de un mono y de un cocotero. ¿Por qué habría de suceder tal cosa? Pero antes, hay una cuestión que se nos ha escapado y que quizá podría ayudar a aclarar este punto: ¿es tuyo el mono? Porque si es tuyo, eso podría explicar por qué os han abandonado en esta isla. No estoy muy al tanto de la normativa legal en los viajes transoceánicos, pero creo que no es habitual que permitan a los pasajeros viajar con un mono. Aunque nos estamos adelantando en nuestras suposiciones, es posible que el mono no sea tuyo. Si no lo fuese, ¿qué haría un mono en una isla, por lo demás desierta, con la única compañía de un cocotero y de una persona? Porque, y corrígeme si me equivoco, considero que debes ser una persona, ya que puedes leer esto. Si no lo eres… eh, nada, sigue a lo tuyo, pastando, brotando, o lo que sea.
¿Por dónde íbamos? Ah, sí, el mono. Es altamente improbable que un mono haya podido surgir por generación espontánea en una isla únicamente habitada por un cocotero. Y la idea de que el nuestro sea el último mono de una familia de monos extintos en esa isla y que haya sobrevivido alimentándose de los restos de sus propios congéneres y de cocos y pequeños crustáceos es, aparte de bastante sórdida, altamente improbable también. Así que habremos de suponer que el mono llegó contigo a esta isla. Si os dejaron juntos aquí, es lógico pensar que

Lo siento, salí a tomar unas cervezas. Es curioso, ¿verdad? Para ti no ha pasado el tiempo, yo no me he ido de aquí, y en cambio para mí han pasado varias horas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Y ahora, mientras escribo tu cuento, estoy contigo, pero tú no estás conmigo. Y sin embargo aquí estamos los dos, tú y yo. Para ti, sigo aquí, contigo, y sin embargo no lo estoy. Podría, incluso, estar muerto. Y sin embargo, aquí estoy. Y como estoy, sigo.

Tu mono, decíamos. Si os dejaron juntos en esta isla, es lógico pensar que el mono venía contigo. Nadie deja a un pasajero abandonado en una isla desierta, pero, sobre todo, nadie deja a un pasajero abandonado en una isla desierta junto a un mono, es demasiado cruel. Quizá no tanto para ti como para el mono. A menos que sea tu mono, claro. O que el mono haya hecho algo malo. Pero entonces no te dejarían a ti abandonado en una isla desierta junto a él. A menos de que seas tú el que haya hecho algo malo. Pero en ese caso no dejarían al mono abandonado contigo en una isla desierta. Por lo tanto, independientemente de que el mono sea tuyo o no lo sea, es evidente que los dos hicisteis algo malo en ese barco. Y muy malo. Si no, no os habrían dejado a tu mono y a ti –admitámoslo de una vez, el mono es tuyo- abandonados en una isla desierta junto a un cocotero.
También es posible que, sea lo que sea que hayáis hecho, lo hayáis hecho en otra parte, y que ese barco que se aleja dejando una estela de humo negro hacia el horizonte solamente se haya limitado a trasladaros hasta aquí. Pero no, eso no tendría ningún sentido. Mucho barco para tan poco viaje, y, además, en tal caso a ti y a tu mono os habrían llevado con seguridad a lugares distintos, a una penitenciaría para humanos y otra para monos. El caso es que hicisteis algo malo en ese barco. Malo no, muy malo, pues si no, no os hubieran dejado a ti y a tu mono abandonados en una isla desierta con la única compañía de un cocotero. ¿Acerté, verdad? Lo sabía. Pero, entonces, ¿qué pudo ser aquello tan malo que hicisteis tu mono y tú en ese barco?
Antes de aventurarnos en tan sugerente foco de posibilidades, consideremos otra cuestión que podría ayudarnos a reducir el abanico. Consideremos, a la luz de las pocas certezas que tenemos hasta el momento, quién eras tú en ese barco, qué rol tenías. Del mono ya sabemos que era un mono. Tu mono, más concretamente. Pero, ¿quién eras tú? Veamos. ¿El capitán? No lo creo. Me cuesta imaginar qué inverosímil cúmulo de monstruosidades tendrían que haber perpetrado un capitán y su mono en un barco para provocar un motín tal que fuesen abandonados en una isla desierta con la única compañía de un cocotero. Horrible, descartemos esa posibilidad. ¿Un pasajero, entonces? Considerando que las compañías navieras y de seguros en general no suelen ser amigas de enfrentarse a pleitos con asociaciones de Derechos Civiles, y mucho menos contra las de amigos de los animales, esa posibilidad tampoco parece probable. ¿Un empleado del barco? Pudiera ser. Pero creo que las antiguas leyes marítimas dejaron de tolerar estas prácticas para con la tripulación mucho tiempo antes de que el primer trasatlántico surcase los mares. ¿Qué nos queda, entonces? ¡Ahá! ¡Un polizón! Así que tú y tu mono viajabais como polizones en un trasatlántico, ¿eh? Ahora lo entiendo. Pero, criatura, ¿qué demonios hacíais tú y tu mono viajando como polizones en un barco?
Estoy seguro de que detrás de esa premisa ha de haber una historia fascinante, sin duda. Sin embargo, no sé si te habrás dado cuenta, pero llevamos casi tres páginas de cuento y lo único que tenemos es a una persona- tú- y a un mono- tu mono- abandonados en un isla desierta con la única compañía de un cocotero, y a un barco que se aleja dejando una estela de humo negro hacia el horizonte. No te ofendas, pero he leído cuadernos de catequesis más trepidantes que esto. Lo cierto es que este cuento es un asco. Me has decepcionado, la verdad. Esperaba más imaginación de ti. ¿Qué es eso? No, por favor. ¿Tu mono te ha cogido de la mano? Sí, ahí está, su pequeña mano peluda cogiendo la tuya. Qué recurso más patético. ¿Y ahora qué hace, te mira a los ojos? ¿Y tú le miras a él? Oh, qué tierno, tu mono y tú cogiditos de la mano, abandonados en una isla desierta, con la única compañía de un cocotero, viendo como el barco en el que viajabais escondidos como polizones se aleja dejando una estela de humo negro hacia el horizonte.

Lo siento, querido lector, pero no cuentes conmigo para esto. Creo que este es el cuento más lamentable que he leído en mi vida. Ahí te quedas. Pero, oye, no te quejes, por lo menos tienes al mono.

viernes, 3 de abril de 2009

Narrativa (IX): Disculpen la indiscrección pero... (Canción triste de Molino de Viento)


Aquí. El abismo de la página en blanco. Despertarte tarde, otra vez, con la mente embotada por el hachís, sintiendo que otra mañana el mundo ha partido sin esperarte. Tener una llamada perdida en el móvil que no quieres contestar, y un mensaje que mejor no hubieras leído. Mirar alrededor y ver cómo todo lo que te define prosigue su inexorable proceso de descomposición. Y, encima, las jodidas hemorroides. Pero el día gris se adecúa a tu estado de ánimo, y eso te reconforta.

Enfrente. Esta mañana no tienes ganas de cantar. Estaría bien que la ropa supiera tenderse sola, pero no. Hay que salir y asomarse al mundo. Esta tarde irás al médico y te darán los resultados. Será lo peor. Volverás y harás la cena, y no se lo dirás a nadie hasta dentro de un tiempo, cuando ya no puedas. Y aun así, cantarás unas cuantas veces más. No te preocupes, no se quedarán solos, seguirán sin ti, vivirán, estudiarán, procrearán, harán una vida.

Al lado. Bueno, no pasa nada porque faltes un día a clase. Nunca serás más joven de lo que lo eres hoy, pero eso es algo que ahora, frente a la pantalla, inmerso en esa vertiginosa ficción eléctrica, todavía no sabes. Ni debes saber. Crees que nunca volverás a amar como amas ahora, pero no es así, sólo estás aprendiendo a dar y quitar. O quizá sí es, y lo sucesivo no serán sino meras variaciones de una misma melodía. Te queda todo por delante, sí, pero tú también te sorprenderás un día pensando en lo que fuiste. Pero hoy disfruta, chico. Hoy, ganaste.

Arriba. Las cosas no van a mejorar. Tampoco aunque dejases de beber. Así pues, bebe, pero no les hagas más daño que ese. También podrías regresar, pero no lo harás, antes el hambre que la vergüenza. Ella te dejará, pero no servirá de nada, ni a ti ni a ella. A los niños sí. Nunca volverás a ver a los rostros que desde la pared te preguntan cuándo vienes a vernos.

Arriba, al lado. Estás cansada, pero se te pasará. Cuando ella se vaya descubrirás que sientes alivio y eso te mortificará, pero no por mucho tiempo. Llegará un día en que a alguien le tocará cuidar de ti, y entonces sabrás que lo mereciste. No, no va a ser fácil, y esa persona que te sacará de tu vida a bien lejos no va a aparecer nunca, pero si lo piensas bien, tampoco nunca estarás sola. Ella no sabe expresarlo, pero te quiere.

Arriba, enfrente. Hoy nadie. Hiciste bien.

Aun más arriba. No te preocupes, deja en paz el horóscopo. Aunque todavía amas a Carlos, el niño que esperas será bienvenido, y Santi será un buen padre. Conseguirás llegar a un estado que muchos definirían como felicidad. No siempre, claro, pero sí el tiempo suficiente.

Aun más arriba, Enfrente. Sí, tienes un aspecto estupendo. Aun así, lamento decirte que la decisión ya está tomada, la entrevista de trabajo es una pérdida de tiempo, un paripé, un conocido del hijo del jefe ya está sacando brillo a esa mesa. Pero créeme, es una suerte, te hubieras podrido en esa oficina. Encontrarás un buen trabajo que no te hará rico, pero tampoco infeliz. Eso sí, olvídate, nunca serás famoso.

Más allá, afuera. Pasaste a un estado, más allá del dolor, del frío, la pena, en que puedes reír y que parezca que ríes de veras. Saldrás de esta vida y empezarás otra, y no permitirás que nadie vuelva a llamarte puta. Conseguirás traer a tu hijo, y aunque sufrirás grandes penas por él, nunca sabrá, ni él ni nadie, y tú llevarás la cabeza orgullosa y la corona invisible de aquellas que consiguieron cambiar el mundo.

Más allá. Tú no. Tú seguirás gastando la calle, te irás arrugando, encurtiendo, vaciando y envileciendo, hasta que al final no te harás acreedora sino de lástima. Eso te permitirá sobrevivir más de lo que nadie hubiera apostado, hasta que un día todos te verán en las noticias, pero no por aquello que tú imaginabas cuando eras niña allá en Bucarest, en la cocina, ayudando a mamá, y mamá mirando a la ventana, lejos, cuándo llega papá. No, no será así. No quieras saber.

Al lado. A ti te gusta más usted. Pues bien, usted. Usted no sabe lo que usted es. No sabe que esa distancia no es respeto, sino desprecio. Aunque sí sabe, y por eso usted prefiere ser usted, qué dirían si le conocen bien a usted, usted no soportaría la franqueza. Usted no sabe que huele mal, que las chicas lo echan a suertes para ver con quién, porque a pesar de su oficio, usted es demasiado repugnante. Usted tiene muchos amigos, sí, es raro que nadie le llame si no hay dinero de por medio. Sus hijos le odian. Le culpan, con razón, de ser quienes son, los hijos de un hijo de puta.

Enfrente. Tu aspecto engaña a los demás. Pudiste ser un hombre diferente, pero cometiste un error y perdiste tu oportunidad. Incluso en la cárcel intentaste salir a flote, pero fuera… fuera el mundo no perdona. Siempre te perseguirá ese que pudiste llegar a ser, nunca dejará de hablarte al oído hasta que no aguantes más y parecerá que fue un accidente, que no viste venir esa guagua.

En la guagua. Tú: si tan sólo pudieras ir escuchando jazz, este curro sería otra cosa. Tú: déjalo, te ha pillado el toro, no vas a conseguir aprobar, pero tampoco es tan importante, lo que harás durante el resto de tu vida no tiene nada que ver con esto. Tú: no, no te ama, en el fondo lo sabes. Tú: déjate el pelo, está bien así. De todos modos él no se va a fijar. Tú: venga, dile algo, dile que ese libro que está leyendo te encantó, pero no lo harás, será otra, en otra ocasión, y será ella quien venga a ti. Tú: ella te critica del mismo modo que tú la criticas a ella. En el fondo sois tal para cual. Piensa en cuán aburrida será tu vida el día, no tan lejano, en que a ella le falle el corazón. Vosotras: a nadie interesa vuestra conversación, será divertido cuando el tipo del periódico os mande callar. Tú: cuando mandes callar a esas dos cotorras será tu gran momento del día. Antes de irte a la cama, habrás contado seis veces la misma anécdota.

En ese coche. Si supieras dónde va a acabar ese cacharro te dejarías de tanto tunning, colega. Te irás con fulgor y con estrépito, sí, con sirenas, policía, cristales rotos y goma quemada. No es tan mala opción, en realidad, dadas las circunstancias.

Al lado, en la calle. Te encanta ser cartero. No pides más que eso a la vida, tu chica, tu casa, tu perro. Sin embargo ella se cansará, tu perro se morirá, y tú acabaras grabando con tus posaderas el mismo taburete del mismo bar para tomar lo mismo a la misma hora. Pero no te preocupes, tampoco te darás cuenta. Como venga lo tomarás.

Aquí, nuevamente. La página ya no está en blanco. Algo es algo. Sin embargo las hemorroides siguen ahí. Suena el teléfono móvil.